LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE

14 años 11 meses antes #31588 por Konrad
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[i:e90nfkg0]Día 5. 15:45h.[/i:e90nfkg0]

Por fin, tras más de media hora dando vueltas por el laberinto de cadenas de montaje, tuberías y pasillos elevados, encontraron a alguien. No estaban de muy buen humor, pues no dejaban de pensar que llevaban más de media hora dando vueltas como idiotas entre montañas de escombros y trincheras que apestaban a cadáver.

Y todo, por una estúpida solicitud de ayuda. Arrastrar el culo para sacarle las castañas del fuego a algún atontado.

-¿El teniente Haeckel?

El soldado con el que habían topado siguió mirando por encima del parapeto de vigas de cemento a hurtadillas, como si temiera que lo vieran. Pareció no reparar en los dos recién llegados. Uno de ellos tendió el brazo y agarró al hombre por el antebrazo. Dio un bote de sorpresa, y se los quedó mirando estupefacto.

-¿El teniente Haeckel?

Levantó un brazo aún tembloroso, y señaló en dirección a un edificio de ladrillo gris del que salían las chimeneas de los altos hornos.

-Gracias, sordomudo.

Ambos siguieron en la dirección que les había indicado. Avanzaron con la cabeza gacha, a cubierto tras montañas de escombros. Pronto se encontraron tras la protección de unos enormes silos de mineral. Siguieron por el camino hasta llegar a una pequeña puerta abierta en el lateral de la pared. Allí, un soldado montaba guardia con el rifle láser al hombro. Al verlos, les apuntó, pero bajó inmediatamente el arma al reconocer su uniforme e insignias.

-¿El teniente Haeckel? Nos mandó llamar.

El soldado abrió la puerta y entró con ellos. Estaban en una inmensa nave industrial. El techo era de costillas de hierro forjado, cubierto por placas de zinc, muchas de las cuales estaban esparcidas sobre los rieles y puestos de trabajo de la fundición. Los inmensos hornos parecían diminutos comparados con la gigantesca nave, pero eran capaces e albergar un tanque en su interior.
Con la mano, les indicó la dirección que debían tomar.

-Dirigíos a la escalera de enfrente, y subid al segundo pasillo elevado. Luego, seguid rectos hasta llegar al fondo, y dirigíos al puesto del capataz.- Señaló un pequeño cubículo de metal que nacía de la pared y se sostenía con dos enormes pilares.- Allí está.

Con un gesto de asentimiento, se dirigieron allí. De camino vieron algunos hombres trajinando material entre las colas de producción. Se imaginaron cuando la fundición funcionaba, aquella inmensa nava calentada por los hornos, el calor infernal, el olor a azufre, las brillantes vetas de metal al rojo vivo brillando.

Ahora sólo quedaba el polvo. La luz se filtraba por el techo destrozado, y el frío de la ciudad llegaba también allí. Los pocos bidones que ardían bastaban nada más para calentar un pequeño corro de soldados a su alrededor.

Subieron por la escalera. El metal oxidado gemía bajo sus pesadas botas. Llegaron al pasillo elevado. Desde allí arriba, aún podían ver mejor la inmensidad de la nave. Estaban diez metros por encima del suelo, pero el tejado se alzaba veinte más sobre ellos. Sin perder el tiempo a contemplar las vistas, siguieron por el pasillo de rejilla metálica. En algún punto ésta había cedido, y tenían que cruzar con grandes zancos. Finalmente, llegaron al cubículo.

Otro soldado les abrió la puerta. Se encontraron en un espacio reducido, de siete metros por dos. Dentro, un hombre bajo y fornido, con las insignias de teniente, hablaba con uno de sus hombres.

-¿Teniente Haeckel?

Dejó a un lado su conversa y miró a los dos recién llegados. Reconoció las insignias de su cuello, pero aquello no era necesario para reconocer su tarea. Sus rifles láser largos enfundados que colgaban de su espalda y las capas de camaleonina con capucha que llevaban eran suficientes.

Se cuadraron y saludaron. El más alto de ellos dos, con el cráneo rapado y pulcramente afeitado, se presentó.

-Sargento Ducem Haldane. Mi compañero es la cabo primero Dalia Bladen.-Era una muchacha joven, con el pelo oscuro cortado a cepillo.- Somos los francotiradores que solicitó al batallón.

El teniente asintió enérgicamente, y empezó a informarles nerviosamente.

-Ya he perdido a quince hombres. Esos bastardos han cortado el acceso a los talleres del norte con armas pesadas. Mis soldados caen en un fuego cruzado en cuanto cruzan la puerta. Acaben con ellos.

Sin mediar palabra, los dos francotiradores volvieron sobre sus pasos. Bajaron por la escalera, y se dirigieron a la puerta norte. A diferencia del lugar por el que habían entrado, ésta era mucho más grande, compuesta por dos inmensas piezas de aluminio que se abrían movidas por poderosos sistemas hidráulicos. Sin duda, servirían para permitir la entrada de gigantescos camiones cargados de mineral. La puerta estaba guardada por una dotación de bolter pesado.
Al lado, una pequeña escalerilla daba acceso a la caseta del guardia. Desde allí, una ventana daba al exterior. Ambos asomaron la cabeza y estudiaron el panorama.

Una rampa descendía desde la puerta hasta llegar al nivel del asfalto. El panorama alrededor se componía de silos de mineral y montañas de escoria. Muros derruidos y restos de chimeneas aún en pie atestiguaban que allí antes otras fábricas también se habrían alzado.

La joven fue la primera en hablar.

-Cincuenta metros desde el edificio más próximo al norte. Desde esas ventanas, nada más fácil que barrer el terreno y acabar con todo estúpido que cruce la puerta.

-Olvidemos salir por la puerta. Damos un rodeo, buscamos un buen lugar de tiro y limpiamos el edificio.

-¿Cómo los encontraremos?

-Que el teniente los distraiga.

Salieron de la caseta, y cruzaron la nave, ante la mirada indiferente de los guardias de la puerta. Cerca de los hornos, se encontraron con otra puerta que comunicaba con el exterior. Se pusieron los cascos y se cubrieron con las capuchas, y salieron por un pequeño pasillo a la caótica masa de escombros exterior.

Avanzaron ocultándose entre los cráteres y muros de escombros, paralelos a la pared de la fundición, hasta llegar a la misma altura de la puerta. Todo era silencioso. Ni tan siquiera se oía el perpetuo retumbar de la artillería. Alojados en el interior de un cráter, miraron a su alrededor. Haldane fue el primero en hablar, casi un susurro.

-Allí, aquel silo. Una buena posición de tiro.

Bladen asintió. Ambos avanzaron arrastrándose, con los rifles oscilando a sus espaldas. Tardaron veinte minutos en recorrer diez metros, hasta llegar a los pies del silo. Éste era un enorme cilindro de hormigón, elevado, y ancho suficiente para albergar en su interior a varios hombres. La suerte les sonrió: la artillería había decapitado el cilindro, de modo que podían entrar en su interior.

En otro tiempo aquél depósito había servido para almacenar azufre. Ahora, el contenido se había desparramado, y una inmensa duna de polvo de azufre de un brillante color amarillo caía desde el interior. Los dos francotiradores ascendieron por esta pendiente hasta llegar al boquete, por el que entraron.
Los restos de la pared del contenedor les sirvieron como cobertura. Tomaron posiciones, apoyaron sus rifles, y extendieron sus capas. Pronto se mimetizaron con el entorno, indistinguibles excepto para los ojos más avezados y penetrantes.

Haldane abrió un canal con Haeckel.

-Teniente, les estamos cubriendo. Pueden avanzar.

Cinco minutos más tarde, empezaron los disparos. El bolter pesado de la puerta empezó a disparar a ciegas contra los edificios del norte. Los soldados salieron y avanzaron, parapetándose tras los escombros.

Entonces, llovió fuego sobre ellos. El enemigo había respondido. Ambos francotiradores pusieron la vista en sus mirillas.

-Tres posiciones de armas pesadas.

Dalia fue la primera en disparar. Un leve destelló apenas perceptible, un ruido amortiguado, y una de las posiciones calló por un breve lapso. Extrajo el cargador, lo arrojó al suelo, e introdujo de nuevo otro.

-Segundo piso, quinta ventana por la izquierda. Me encargo yo de ellos.

Sin dejar de apuntar, Haldane disparó. Otra arma pesada calló. La primera volvió de nuevo a hablar. Haldane extrajo el cargador, y repitió el mismo proceso que su compañera había hecho instantes antes.

-Como quieras.

Las balas silbaban y machacaban los soldados que avanzaban. Se oía el crujido de los rifles láser, las poderosas detonaciones de los bolters pesados, los gritos de los heridos. Los francotiradores seguían con su metódica tarea, imperturbables. De nuevo, otra de las posiciones de armas pesadas calló.

-Dalia, déjalos.-La voz de Haldane apenas era audible por el fragor del combate.- Primer piso, segunda ventana por la izquierda. Han traído un cañón automático que los está destrozando.

Movió levemente su rifle y encontró el nuevo objetivo. Las lentes polarizadoras de la mira telescópica apagaban el fogonazo del cañón. Vio una figura oscura cerca de él. Centró la mira en la figura, exhaló, y disparó. La figura desapareció, el arma calló.

Extrajo de nuevo el cargador, y puso otro en su lugar. Haldane, a su lado, disparó. Levantó la vista. Cuando ya Dalia bajaba su rifle para ponerlo en posición, la mano de Haldane lo paró.

-Han callado. Los hombres del teniente avanzan. Los disparos que se oyen son de sus armas.

La cabo asintió y se colgó el rifle. Su compañero hizo lo mismo. Ambos se levantaron, dieron media vuelta y bajaron de nuevo la arenosa pendiente, levantando pequeñas nubes amarillas.

Sin mediar más palabras, desaparecieron entre los escombros.

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14 años 10 meses antes #32288 por Konrad
Respuesta de Konrad sobre el tema Ref:LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE
[i:1rggwroy]Día 6. 13:30h.[/i:1rggwroy]

-¡Pelotón…firmes!

Cincuenta hombres, separados en dos filas, se cuadraron. Chocaron los tacones y se pusieron los rifles al hombro. La maniobra, no obstante, distó mucho de la perfección propia de un regimiento de la Guardia Imperial: estaba convencido de que ninguno de los soldados había entrechocado sus botas y se había colgado el rifle al hombro al mismo tiempo. Pero no se podía esperar nada de una escoria como ésa.

El comisario Invictione repasó los soldados frente a él, con la mirada cargada a partes iguales de desprecio y asco. Eran cincuenta individuos (no se merecían ni tan siquiera el nombre de soldados) ataviados con un simple mono gris y armados con rifles láser antiguos y de mala calidad, los desechos de las partidas del Munitorum. Todos ellos llevaban cosido en la manga del brazo derecho y en el pecho la insignia de las legiones penales.

Que individuos como aquellos sirvieran en los ejércitos del Emperador le revolvía las tripas a Invictione, pero entendía perfectamente su utilidad.

-Sargento, que descansen.

El sargento al mando del pelotón hizo un gesto, y sus hombres bajaron las armas y las colocaron en posición de descanso. Ni siquiera su oficial al mando era mejor que ellos. El sargento era un individuo fornido, con la cabeza rapada y cara de bulldog. Su mirada era la de un asesino, y como sabía el comisario, su historial no lo desmentía: había sido destinado al servicio penal por violación y asesinato.

Sus hombres eran como él. De orígenes bien diversos, todos ellos habían sido expulsados de sus regimientos y destinados allí por delitos cometidos y conducta impropia de soldados imperiales. Saqueadores, asesinos, violadores, drogadictos, desertores… un largo etcétera de crímenes dignos de un pelotón de ejecución. No obstante, el Comisariado había decretado que se les daría un fin mejor. En lugar de malgastar vidas de buenos soldados contra las fortificaciones enemigas, lanzarían a aquella escoria que no merecía otro destino.

Tras pasear su mirada cargada de odio, el comisario se alisó las solapas del abrigo de combate de cuero y se cruzó las manos tras la espalda.

-Bien, todos sabéis porque estáis aquí.- dijo pausadamente. Intentó cargar sus palabras de todo el veneno que pudo.- Estáis aquí porque habéis fracasado como soldados del Emperador. Estáis aquí porque sois la vergüenza de la cruzada. Vuestro destino debería ser la ejecución sumaria, y yo la llevaría a cabo gustoso, pero se os ha encontrado otro destino.

Paró, y de nuevo los miró fijamente a los ojos. Algunos le respondían con miradas hostiles, otros con miradas de puro terror. Unos pocos le devolvían unas miradas de total indiferencia, aceptando su destino, o quizás tan poco cuerdos como para entenderlo.

-La ciudadela está siendo el hueso más duro de roer de esta ciudad. Vuestra misión será asaltar las brechas que la artillería ha abierto en sus muros exteriores.

Dos soldados del Comisariado llegaron cargando una pesada caja de munición estándar de la Guardia Imperial. Se situaron al lado del Comisario y la dejaron en el suelo. A instancias de los gritos de su sargento, formaron una fila india frente a la caja. El comisario se dirigió a ellos.

-Cada uno de vosotros llevará dos cargadores y dos granadas, así que aprovechad bien la munición.

Los soldados fueron pasando, y cada uno recibió lo que le tocaba. El último en pasar fue el sargento, el cual recibió tres cargadores de los soldados de negro uniforme a instancias del comisario. Invictione sabía cómo funcionaban los regimientos penales. Darle aquél pequeño privilegio reforzaba el sentimiento de superioridad del sargento. Y ese sentimiento le hacía ser tan brutal con sus hombres como el comisario, o incluso más.

Con Invictione a la cabeza, el pelotón cruzó la calle y un edificio en ruinas hasta llegar a las posiciones desde las que deberían lanzarse al asalto. Los hombres de su pelotón se agazaparon tras un muro de escombros, fuera ya e la protección de los edificios. Miles de soldados más, con sus monos grises, esperaban.

Frente a ellos, se extendía una amplia plaza. El suelo embaldosado y cubierto de mosaicos estaba destrozado, surcado por cráteres y trincheras de asedio. Tras los cien metros de plaza, se alzaban los muros de la ciudadela exterior. Diez metros de rococemento se levantaban sobre las baldosas. En algunos puntos, los muros se encontraban seriamente dañados, y pilas de escombros llevaban hacia brechas apresuradamente taponadas con sacos terreros.
El comisario se dirigió al sargento.

-Haga salir a sus hombres a la segunda señal. La primera oleada de asalto queda a cargo de los voluntarios.

El sargento sonrió siniestramente. Incluso entre los regimientos penales había distinciones y escalas. Y los voluntarios ocupaban la última. Se trataba de prisioneros de guerra, a los cuales el Comisariado había considerado no suficientemente contaminados por el Caos como para ser ejecutados. Se les había ofrecido una oportunidad de redención a cambio de servir en las fuerzas imperiales, para expiar sus pecados. Pocos llegaban a redimirse.

Aquél servicio equivalía a una muerte casi segura. Se les destinaba a misiones suicidas, pues sabían que no tenían nada que perder. Y sufrían el odio de las demás fuerzas imperiales. A los artilleros no les importaba disparar sobre las líneas herejes si había voluntarios en medio, y los tanquistas no tenían ningún reparo en pasar por encima de ellos. Hasta los convictos de las legiones penales los insultaban y humillaban.

Un silbato sonó, y una bengala empezó a brillar en el cielo. Un grito de rabia contenida resonó cuando veinte metros por delante de ellos, un millar de hombres salieron de una trinchera y se lanzaron al asalto de los muros. Un ligero fuego de cobertura cayó sobre las posiciones enemigas, mientras los voluntarios avanzaban a trompicones entre los cráteres. Cuando llegaron a media plaza, el enemigo respondió. Las granadas de mortero empezaron a llover sobre ellos, levantando por los aires escombros y miembros cercenados. Desde la muralla cayó una granizada de balas que segaba las vidas de aquellos hombres. A cada metro, centenares de voluntarios caían.

Un segundo silbato sonó, y una bengala brilló de nuevo en el aire. Los soldados de la segunda oleada saltaron sobre el parapeto de escombros y se lanzaron a la carrera contra los muros.

Invictione avanzaba detrás de su pelotón, con la pistola bolter desenfundada y lista para acabar con cualquiera que intentara huir. A pesar del terreno irregular debido a los cráteres y las baldosas levantadas, avanzaban a un buen paso. Alguna granada de mortero caía sobre ellos, pero apenas sufrían bajas. El enemigo se estaba encargando de destrozar la primera oleada.

Pronto llegaron a los pies de los muros. La masa humana se agrupó en varias lenguas que intentaban escalar las brechas. Las pérdidas eran terribles, pues recibían el fuego desde delante y desde los muros más elevados a los lados. La mitad de su pelotón cayó antes de poder responder al fuego enemigo. Pronto dejaron de trepar sobre escombros para avanzar sobre cadáveres.
Invictione vio un grupo de soldados agazapados tras una sección de muro derruida, con la cabeza escondida. Sin dudarlo, levantó su pistola bolter y le voló la cabeza a uno de ellos.

-¡Cobardes, avanzad! ¡El Emperador sólo concede su perdón a aquellos que mueren gloriosamente!

Los soldados dudaron, hasta que otra cabeza reventó con un disparo del comisario. Los demás se levantaron y se lanzaron a la carga cuesta arriba. Entre la posibilidad segura de perder la cabeza a manos del comisario, y la posibilidad casi segura de caer bajo el fuego enemigo, la elección era clara. Invictione los perdió de vista entre el humo tras ver como abatían a dos de ellos.

Lentamente, la intensidad del fuego enemigo empezó a disminuir. El comisario avanzó entre los cadáveres hacia el fragor del combate. Sonrió cuando empezó a ver entre los monos grises uniformes de color rojo oscuro de los soldados del Pacto Sangriento. Pronto llegó a lo alto de la brecha, donde sus soldados habían saltado la muralla de sacos terreros. Un brutal combate cuerpo a cuerpo se estaba desarrollando allí. Sus hombres luchaban a brazo partido con los soldados de élite del archienemigo.

Lanzando al aire desafíos, Invictione desenfundó su espada sierra y cargó contra el enemigo. A su paso los dientes de la espada sierra abrían un reguero de sangre y cuerpos mutilados. En ése momento, se alegró de tener a su lado a un regimiento penal: los hombres luchaban con una furia homicida, poseídos por un frenesí sangriento. El combate se hacía cada vez más reñido, pero poco a poco estaban logrando expulsar a los herejes de la brecha y los muros.

Un grito de júbilo resonó tras ellos. En lo alto de la brecha apareció un estandarte carmesí con el Águila en brillante hilo de oro. Tras el estandarte, surgieron centenares de soldados de uniforme verde oliva con las bayonetas caladas. La tercera oleada había llegado para rematar la faena. Con la furia de un huracán, cayeron sobre los muros y posiciones enemigos, barriendo la resistencia enemiga. Los soldados de uniforme rojo del Pacto Sangriento eran acuchillados y arrojados de los altos muros en su retirada.

Invictione bajó su espada sierra cuando los guardias imperiales abatieron a los últimos enemigos. Los muros exteriores habían caído. Miró a su alrededor. Aunque habían dado buena cuenta de sus enemigos, sólo quedaba un centenar de convictos. Entre ellos, distinguió al sargento de su pelotón. Era el único mando que quedaba con vida.

-Sargento, reagrupe los hombres. Les felicito por su brillante tarea.- Se quitó la gorra, y se pasó la mano por el sudado cabello.- Pero no crean ni por asomo que con esto han sido perdonados.

Con un gesto de su mentón, señaló los jardines y palacetes que se extendían hasta los muros de la ciudadela interior. Tras estos, y sobre una cornisa de roca, se alzaba la mole del Palacio del Gobernador.

-Hasta que no planten la bandera del Águila en lo alto del palacio, no daré por terminada su tarea.

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14 años 10 meses antes #32331 por Iyanna
Respuesta de Iyanna sobre el tema Ref:LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE
Se me plantea la siguiente duda. ¿Qué vale más? ¿Una bala de bólter o un Guardia Imperial?

[url=http://img140.imageshack.us/i/mynameisiyanna.png/:15vblpdf][img:15vblpdf]http://img140.imageshack.us/img140/3187/mynameisiyanna.png[/img:15vblpdf][/url:15vblpdf]

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14 años 10 meses antes #32366 por Konrad
Respuesta de Konrad sobre el tema Ref:LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE
La bala, sin lugar a dudas.

[img:rl5ziuli]http://i674.photobucket.com/albums/vv106/feofitotu/shooter-1.jpg[/img:rl5ziuli]

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14 años 10 meses antes #32544 por Konrad
Respuesta de Konrad sobre el tema Ref:LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE
[i:1gsa9rsn]Día 7 10:00h.[/i:1gsa9rsn]

Había llegado el séptimo día desde que el nuevo comandante había tomado el control sobre las operaciones de liberación de Bonaventure. Había pasado ya un tiempo suficientemente largo como para que pudiera empezar a evaluarse la tarea que había llevado a cabo el joven coronel general al mando de las fuerzas imperiales de liberación.

El resultado era más que satisfactorio, según los folletos informativos que había repartido el Comisariado entre la tropa para levantar la moral. Aquella mañana, todos los soldados habían leído la felicitación personal del coronel general por su labor. Elogiaba los esfuerzos y el sacrificio de tantos miles de hombres, que combatían por las calles de la ciudad. Hacía especial hincapié en su valor y su espíritu combativo, su empeño en derrotar a los enemigos del sagrado Imperio. No dejaba de ser una poderosa inyección de moral para las mayor parte de las tropas, fuerzas bisoñas y novatas, que su oficial al mando les felicitara por haber conseguido en tan pocos días impresionantes avances.

El breve texto concluía con una nota al optimismo. Con la caída el día anterior de los muros de la ciudadela exterior, poco faltaba ya para superar las últimas defensas de ésta. Bonaventure estaba ya al caer, como una fruta madura colgando del árbol. En poco tiempo, la ciudad sería liberada.

Lo que el folleto no incluía era el terrible desgaste de tropas que estaba suponiendo. No sólo las bajas, sino el agotamiento moral y anímico de los soldados en el brutal combate sin cuartel, casa por casa, habitación por habitación.

No obstante su exclusión del folleto informativo, el Estado Mayor sabía muy bien el desgaste de algunas unidades. Así pues, para que esto no repercutiera en la capacidad de combate de las unidades imperiales, se procedería a la movilización de las reservas. Las unidades más desgastadas por el combate serían retiradas de primera línea por un tiempo, y en su lugar entrarían las unidades de reserva frescas.

Entre una de las fuerzas que se movilizaría, estaba la 211ª brigada, parte de la 30ª división de infantería de Sarpoy. Substituirían a su brigada hermana, la 210ª, la cual se encontraba reducida a la mitad de efectivos tras los duros combates en los que habían reconquistado la Ciudad Baja.

Los cinco mil hombres de la brigada esperaban perfectamente formados a la revista. Aunque los jardines del Palacio de Invierno, ahora cubiertos por la nieve, eran extensos, la gran cantidad de hombres concentrados empequeñecían el lugar. Todos iban vestidos con el uniforme de combate gris de su unidad, con el casco puesto y el rifle a su derecha, de pie sobre el suelo. Los estandartes estaban envueltos en sus fundas de tela negra.

Los músicos del regimiento empezaron a tocar. Se oyó el redoble metálico, como de hojalata, de los tambores. Pronto, sobre ese ritmo, sonó la melodía alegre y casi infantil de las flautas de madera. En ese momento, el coronel general salió por la puerta de cristal del palacio.

Los primeros en bajar fueron los soldados de su escolta personal. Dos filas de una docena de soldados ataviados con el uniforme de gala azul con charreteras doradas y un alto morrión de pelo, con los rifles al hombro. Formaron dos filas en las escaleras de mármol, dejando un pasillo por el que bajó el coronel general: no muy alto pero robusto, caminaba con seguridad y aplomo. Iba ataviado con un uniforme verde con el pecho cuajado de medallas, y encima una larga guerrera que casi le llegaba a los tobillos, de color negro, y con charreteras de brillante color dorado. Tras él avanzaba un ayudante de campo con el mismo uniforme, pero sin los arabescos propios de un coronel general. En sus manos llevaba un objeto envuelto en una tela roja.

De las filas de los hombres que esperaban se separaron tres figuras. El general de brigada Krebs, con el uniforme de combate gris con las insignias de general y un fajín de brillante rojo en la cintura; el pater Wardburg, capellán de la brigada y confesor personal de Krebs, ataviado con un sencillo hábito marrón; y el comisario Sandro, con el largo abrigo negro y la gorra picuda propia de los comisarios.

El coronel general llegó ante ellos, y los músicos dejaron de tocar. Estrechó su mano con la de los oficiales de la brigada de un modo efusivo. El último en recibir el apretón de manos fue Krebs, el cual intercambio unas breves palabras con el coronel general. Una vez hecho saludado, éste hizo un gesto a su ayudante para que se acercara. El ayudante, un joven alto y delgado, se puso al lado de su oficial. Solemnemente, retiró la tela que cubría el objeto, y reveló una espada de energía de delicada manufactura.

El coronel general Schwarzenberg la tomó con ambas manos y se giró a Krebs. Éste se arrodilló, y dio comienzo al protocolo.

-¿General de brigada Astor Casimir Krebs, juras, por el Sagrado Emperador de Terra y la Santa, dirigir a tus hombres contra el enemigo?

-Lo juro.

-¿Juras luchar contra los enemigos de la sagrada Verdad del Credo Imperial, y darles muerte allí donde los encuentres?

-Lo juro.

-¿Juras empuñar esta espada en nombre del Dios Emperador, y de su representante, el señor de la Guerra Macaroth?

-Sí, lo juro.

-Entonces toma la espada de mis manos, y lidera a tus hombres a la victoria.

El general se levantó, tomó la espada de las manos de su superior, y la enfundó en la guarda vacía. Aquella era su espada, pero el protocolo exigía que la cediera al coronel general para llevar a cabo la ceremonia.

Los músicos volvieron a tocar, esta vez una melodía más solemne. En lugar de las flautas sonaron instrumentos de viento metálicos, que unidos a los tambores, le daban un toque mucho más marcial.

De las filas de los soldados dos figuras se adelantaron. Ambos empuñaban largos mástiles de madera, de tres metros de alto. Aunque ataviados con el mismo uniforme gris que sus compañeros, los dos soldados llevaban un cordón dorado que les cruzaba el pecho, y boinas negras adornadas con una pluma blanca. Ambos avanzaron hasta situarse frente al capellán. Retiraron las fundas de tela negra que envolvían los extremos de sus mástiles, y se desplegaron los pabellones.

El estandarte de la brigada era de color amarillo dorado. En el centro, un águila bicéfala de color negro sostenía en sus garras un rayo y una espada. Los honores de la brigada estaban grabados con hilo negro en el fondo, y del mástil colgaban sellos de pureza y menciones de honor que la brigada había recibido a lo largo de su dilatada historia.

El otro estandarte era un simple pendón blanco, en el cual había grabada la efigie de la Santa. Se trataba del estandarte de la Cruzada, una reliquia que se había entregado a todas las unidades que, veinte años atrás y bajo el mando de Slaydo en persona, habían iniciado la batalla de liberación de los mundos del Sabbat.

El pater Warburg se adelantó hacia los dos hombres. Tras él, avanzaron sus servidores. Eran tres figuras bajitas, parecidos a enanos o niños. Iban ataviados con ropones oscuros y desgastados. Sus brazos habían sido substituidos por prótesis biónicas, y en sus cabezas rapadas brillaban los delicados circuitos de sus implantes ópticos.

El primero de ellos se adelantó y le tendió a Wardurg un pequeño cuenco dorado. El sacerdote lo tomó entre sus manos, y lo sostuvo con la izquierda mientras arrojaba agua bendita sobre los estandartes. Una vez bendecidos éstos, devolvió el cuenco al servidor.

El siguiente le hizo entrega de una pequeña vasija. El padre introdujo su dedo pulgar en el interior, y con el aceite sagrado marcó las frentes de los portaestandartes, recitando una breve bendición. Terminado esto, el servidor recogió la vasija.

El último le izo entrega de un pequeño incensario. El servidor introdujo uno de sus dedos metálicos, en el extremo del cual ardía una pequeña llama, por uno de los agujeros, encendiendo el incienso. Wardburg tomó la delicada cadena de oro del incensario y lo hizo oscilar frente a los estandartes, acabando su bendición.

Cuando el servidor tomó de nuevo el incensario, el sacerdote realizo el signo del Aquila. Tras él, los demás oficiales hicieron lo mismo. Los soldados agacharon la cabeza.

El coronel general se dirigió a los hombres.

-¡Hombres de Sarpoy! ¡El Emperador sólo espera que cada uno cumpla con su deber!

Tres hurras estruendosos sonaron desde cinco mil gargantas como respuesta a las palabras del coronel general.

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14 años 10 meses antes #32560 por Grimne
Respuesta de Grimne sobre el tema Ref:LA LIBERACIÓN DE BONAVENTURE
Me ha parecido oír por ahí a Nelson decir: "England expects that every man will do his duty". ¿Será casualidad? :laugh:

Jajaja, está muy bien.

Envio editado por: Grimne, el: 2009/06/04 16:50

[img:3ppbkf6b]http://img33.imageshack.us/img33/6517/firma2joy.jpg[/img:3ppbkf6b]

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