Capítulo 2: La Caravana del Medio Millar de Almas.

15 años 7 meses antes #18009 por Darth Averno
Nota del Autor:

¡Hola de nuevo! Aquí comienza el segundo capítulo de este relato que llevo entre manos.

Es recomendable (aunque no totalmente necesario para este capítulo) el leer la primera parte. Lo podréis encontrar aquí:

http://www.labibliotecanegra.net/v2/ind ... 6&catid=20

Os dejo ya con la primera sección. Espero que os guste, y espero vuestras críticas.

Un saludo.

Envio editado por: Darth Averno, el: 2008/09/15 11:11

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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"Nena, que buena que estás... ¿te vienes a... matar humanos?..."

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15 años 7 meses antes #18010 por Darth Averno
CAPÍTULO 2: LA CARAVANA DEL MEDIO MILLAR DE ALMAS.

SECCIÓN 1: GABRIEL.

El joven sargento Gabriel Garreth se despertó de su inquieto sueño. Se masajeó la parte posterior del cuello, mientras movía la cabeza circularmente. Con los dientes apretados y los ojos cerrados, dejó escapar una ronca exhalación cuando sus dedos encontraron un punto castigado por la tensión. Aunque nadie le podía oír, por dos motivos: el primero era que el motor del Chimera rugía considerablemente. El segundo era que estaba solo en la panza del vehículo acorazado, con la única compañía de varias toneladas de material extremadamente valioso para la misión. O al menos ésa era la información que había recibido de su superior.

Dando por finalizado tanto el momento de duermevela como el inexperto masaje cervical, Gabriel se levantó, guardando precariamente el equilibrio en el vehículo, hasta abrir la escotilla principal y asomarse al exterior.

La luz del ocaso y un viento fresco y húmedo le dieron la bienvenida. Inspiró profundamente, dándole a sus pulmones una dosis necesaria de aire limpio. Lo necesitaba después del fugaz descanso en las entrañas del Chimera. Aun con los sentidos entumecidos, notó el brusco cambio de temperatura del exterior. Se fijó la cazadora reforzada sobre su armadura de caparazón. Cerró la cremallera hasta el cuello con un movimiento rápido, y soltó una imprecación al pillarse el dedo. La efímera descarga de dolor le hizo despertarse completamente.

Sargento Gabriel Garreth, se dijo a sí mismo tristemente, a sabiendas que el rango era algo que había perdido hacía mucho tiempo. Chupándose distraídamente el dedo dolorido, se giró hacia la parte trasera del vehículo, para comprobar el estado del resto de la caravana. Por primera vez no la había bautizado apropiadamente, así que “la caravana” había demostrado ser un nombre tan válido como cualquier otro para definir la misión, que, a fin de cuentas, consistía en guiar una caravana.

Varios robustos camiones, pintados con tonos de camuflaje urbano, ahora apagado por la tierra y barro sobre ellos, seguían en fila los surcos que dejaban las orugas del Chimera, evitando así cualquier explosivo que pudiese haber en el camino. Las cabinas reforzadas por planchas de blindaje adicional contrastaban con su extensa parte posterior, cubierta por una gruesa lona parcheada de diversos colores, dándole una forma de capullo. La diferencia era que, en vez de contener la cría neonata de un insecto, en su interior de estructura reforzada se apilaban decenas de civiles.

Aunque Gabriel no pensaba que las vidas tuviesen diferente valor, si que defendía que fuese un camión, aunque llevase pocos civiles, el que abriese el camino. Era posible que el pequeño grupo de exploradores que precedía el grueso de la caravana, en moto, no viese alguna mina. Lógicamente, el vehículo de cabeza era el más preocupado ante tal eventualidad, más aún cuando no tenía ni tan siquiera un barreminas. Y era el maldito vehículo donde debía ir él como un jodido estandarte.

Soltando una imprecación por lo bajo, se esforzó en vislumbrar el resto de formas detrás de la polvareda que levantaba el primer grupo de camiones. Distinguió el segundo Chimera del Sargento Barbon, al que seguirían otro grupo de transportes de civiles. Fuera de su visión, supuso que cerraría la comitiva el Chimera personalizado del Sargento Danker, con su fanático contenido.

Bostezó y estiró los brazos. Se sorprendió un poco al ver que el piloto del primer camión le saludaba. Le devolvió el saludo vagamente. Y se giró hacia el camino que se abría ante las imparables orugas de su transporte. Tierra arcillosa, de color ocre, plagada de jodidos guijarros blancos que saltaban contra el blindaje inferior del Chimera como disparados por una ametralladora de modo irregular. El camino serpenteaba por las suaves lomas de las montañas. A su izquierda, se mostraba la ascendente ladera de tierra seca, jalonada con pequeños matorrales y algún árbol delgado que hacía extrañas curvas en su parte inferior para conseguir la verticalidad. A su derecha, los mismos componentes aparecían en el terraplén de varios cientos de metros, terminando en la ascensión de otra loma más allá. Un lugar recóndito, estrecho e incómodo para defenderse de cualquier ataque.

Aun así, era la mejor opción. Gabriel había invertido horas y horas estudiando los “puntos de paso” recomendados para cumplir éste valioso viaje de caravana. Y sabiendo que era especialmente importante, había creado un itinerario totalmente personalizado. Tenía el derecho a decidir por dónde quería ir, entre otros motivos porque no había nadie que realmente estuviese encima de él en la cadena de mando. Y porque sería él quien decidiera hasta qué punto arriesgaba su vida.

Pasó los siguientes minutos comprobando los datos de posición que le ofrecían los dispositivos del transporte, cruzándolos con el grueso y ajado cuaderno que empleaba. Miró los picos a su alrededor, buscando la corrobación de la posición, pero éstos eran demasiado similares entre ellos. Bajó hasta la cabina y comprobó algunos datos con el piloto y el copiloto. Todo correcto. Volvió a asomarse al exterior, finalmente ubicado.

El comunicador, fijado en su cintura, chasqueó repetidamente. Antes que le diese tiempo a cogerlo y acercarlo a su cara, le llegó la voz nasal del sargento Barbon.

–… briel, Gabriel, Thomas al habla… ¿me escuchas, hijo?

– Le escucho. –Respondió Gabriel con voz átona.

La cara gorda, calva y sudorosa de su interlocutor se le apareció en la imaginación. Gabriel no se podía explicar cómo, aún pasando penurias y restricciones en los alimentos, el sargento Thomas Barbon mantenía su, como él mismo denominaba, sana constitución. Desafortunadamente parecida a un sudoroso barril.

–Me ha parecido verte en la torreta de tu Chimera. ¿Va todo bien, hijo? –Inquirió el rollizo sargento.

Gabriel odiaba el comportamiento paternal que tenía el sargento Barbon con todo el mundo. Le había repetido un millar de veces que no se dirigiera a él como “hijo”. Le había dejado claro, de un modo más tajante de lo necesario en muchas ocasiones, que no necesitaba su constante atención ni protección. Y finalmente se había visto forzado a ignorar el comportamiento de su colega de mismo rango. Si algo estaba más arraigado en la personalidad de Barbon que su sentimiento paternal, era su increíble capacidad de no entender aquello que no le interesaba.

–Gabriel ¿me recibes? –Preguntó nuevamente.

–Todo bien, sargento Barbon.

–Vamos, Gabriel. Ya te he dicho que me llames Thomas.

–Sargento Barbon, ¿hay algún motivo para esta conversación? – Espetó Gabriel, mientras se giraba hacia donde estaba el Chimera del sargento Thomas Barbon. La escasa luz y el polvo le impedían ver si su interlocutor estaba también en la torreta o no. No podría acompañar su reprimenda por gestos. Tendría que verter todo su desdén en su tono de voz. –Estamos en territorio hostil, y aunque nuestra distancia es pequeña, los comunicadores tienen un alcance más amplio. Si el enemigo intercepta la señal, sabrá que estamos aquí. Y nuestra posición no es la más ventajosa para defendernos, ¿verdad?

–Vamos, vamos, Gabriel. El itinerario que has diseñado es más que bueno. Aunque la movilidad en estas vías montañosas es bastante baja, también es complicado que el enemigo pueda colocar armamento lo suficientemente potente para atravesar nuestro blindaje.

-Pero eso no invalida mis palabras, Sargento. Estamos tomando rutas que no han sido empleadas durante demasiado tiempo.

-Por supuesto, Gabriel. Ya sabes que confío plenamente en tu capacidad de decisión, y en toda la información que dispones en ese santo cuaderno. –El sargento Barbon tomó aire ruidosamente. -De todos modos, necesitaba hacerte una pregunta.

Gabriel sonrió. No le resultaba extraño que la supuesta preocupación de su interlocutor fuese realmente una velada entrada hacia el auténtico motivo de su comunicación. Aunque el sargento Barbon era excesivamente impulsivo en según qué situaciones, no era idiota. Así que el motivo sería algo realmente importante. Por lo menos en la escala de valores del rollizo sargento.

-Adelante entonces. –Concedió Gabriel.

Sorprendentemente, la respuesta del comunicador fue un chorro de estática.

–¿Sargento Barbon? –Preguntó Gabriel después de esperar unos segundos.

La estática volvió a responderle.

El sargento se apoyó con los brazos, e izó su cuerpo hasta quedar sentado en el exterior del transporte. Una desagradable sensación empezó a reptarle por el estómago. El Sargento Barbon podría tener muchos defectos, pero no cortaría la comunicación sin más. De hecho, el comunicador le mostraba que el canal se encontraba abierto. Agarró los prismáticos que colgaban de su cuello y los enfocó hacia el Chimera de su interlocutor. La escotilla estaba cerrada.

-¡¿Sargento Barbon?! - Preguntó nuevamente Gabriel. Notó que la voz le había temblado. Maldijo por lo bajo y se obligó a no perder la concentración.

Sus ojos recorrieron la caravana que avanzaba bajo la mortecina luz del ocaso. Todos los vehículos seguían en formación. Nada era diferente a lo que había sido el avanzar de “la caravana” durante los últimos cuarenta días estándar. Maldita sea. Estaban a algo más de ciento cincuenta horas de llegar a su destino. Y ésta era una de las caravanas más importantes de los últimos dos años estándar. Hasta el momento no habían tenido ningún imprevisto. ¿De verdad estaba ocurriendo algo ahora?

La mano de Gabriel no dudó. Se lanzó a la posición donde estaba el botón para lanzar la alarma. Con un movimiento rápido separó el protector plástico para evitar pulsaciones involuntarias. Pero antes de que su dedo rozara siquiera la tecla roja, la comunicación se reanudó.

–Lo siento, Gabriel. –La voz del sargento Barbon sonaba ahogada, como por haber hecho algún esfuerzo. –Con el maldito traqueteo se me ha caído el comunicador. Te quería preguntar ¿en cuánto realizaremos un alto, hijo? Supongo que muchos civiles estarán sintiendo la llamada de la naturaleza ahora mismo.

Gabriel separó el dedo del botón y volvió a correr el protector. Sonrió a su pesar. Notó que una cálida sensación de alivio le recorría.

–Menos de un par de horas, sargento Barbon. –Dijo mientras se volvía a introducir dentro del Chimera hasta medio pecho de un salto y revisaba los datos que aparecían en el pequeño monitor. –En un par de horas deberíamos llegar al “punto de paso”. Allí haremos un descanso de una hora.

-¡Menos mal, hijo! –Exclamó el sargento Barbon. –No nos has dejado estirar las piernas correctamente durante demasiado tiempo. Ya creía que querrías llegar a Fuerte Victoria de un tirón.

-Salvo que me esté equivocando, sargento Barbon… -empezó Gabriel.

-Thomas, Gabriel, llámame Thomas. –Interrumpió su interlocutor.

-Salvo que me esté equivocando, sargento Barbon, hemos mantenido el horario de diez minutos de alto por cada seis horas de viaje. Supongo que los civiles, si están atentos a éstas paradas programadas, tendrán sus necesidades cubiertas.

-No me refiero únicamente a eso, Gabriel. Estoy empezando a notar que la tensión también empieza a afectarnos a “nosotros”. –Cuando el sargento Barbon empleaba ése “nosotros”, siempre se refería, con una pizca de orgullo, a los soldados. –Y ahora que estamos tan cerca del objetivo, creo que los hombres deberían estar algo más frescos.

Gabriel pensó que después del agotador viaje que llevaban a sus espaldas, ningún hombre podría sentirse fresco. Tan sólo podría llegar a encontrarse algo menos cansado. Pero recordó la tensión que él mismo había sentido al escuchar un corte de varios segundos en la comunicación. Aunque le fastidiara reconocerlo, el sargento Barbon tenía razón. Ya que éste disponía de un extraño sentido de empatía con las masas, porque las escuchaba y las entendía, sus apreciaciones al respecto tenían una precisión total. Y Gabriel sabía que la oferta del descanso de una hora no era suficiente. Maldición, él también necesitaba bajarse del jodido Chimera durante un buen rato.

-¿No opinas lo mismo, Gabriel? –Insistió el sargento Barbon. –Quizá una hora de descanso no sea suficiente para los pilotos y copilotos…

¿Acaso le estaba leyendo la mente?

-Estoy comprobando los datos del punto de paso, sargento. –Interrumpió Gabriel mientras pasaba hojas de su cuaderno. No tenía sentido seguir manteniéndose en contra al otro sargento, más aun cuando tenía razón. Así que siguió varias líneas con el dedo, e hizo unos cálculos mentales. –Creo que sería viable el acampar en La Cantera Fuenteverde esta noche. Pase la información al sargento Danker.

Sin esperar contestación, el sargento Gabriel Garreth cortó la comunicación. No quiso escuchar la cascada de agradecimientos, con un sibilino aroma a victoria, que surgiría del sargento Barbon al haber conseguido su objetivo.

Inhaló profundamente el aire fresco, mientras paseaba su mirada por el agreste paisaje que se abría ante sí. Observó como la escasa luz restante se iba apagando durante unos pocos minutos. Finalmente, introduciéndose en su transporte y cerrando la escotilla, se concentró en los siguientes problemas de logística.

Mientras la caravana seguía avanzando.

FIN DE LA SECCIÓN UNO: GABRIEL.

A: Pues hasta aquí la nueva sección. Espero vuestros comentarios...
B: ¿Pero esto qué es? ¿Quiénes son éstos? ¿Dónde están mis Ángeles Sangrientos?...
A: ... tranqui, que ya aparecerán...
B: Más te vale...

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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15 años 7 meses antes #18325 por Darth Averno
SECCIÓN DOS: DESCANSO

Las cimas mostraban los últimos y débiles rayos de luz del día, mientras las faldas de las lomas ya estaban totalmente oscurecidas, cuando “la caravana” tomó el alto. El punto de paso se llamaba La Cantera Fuenteverde. Una brecha en la colina, anteriormente utilizada como yacimiento de metales, que mostraba una amplia pared lisa, de más de medio kilómetro de longitud y terminando de un modo curvado conforme ascendía hasta la cima.

Similar a una concha gigantesca, guarecía eficazmente del viento que empezaba a ser tremendamente helado. Desde la parte más alejada a la entrada, cruzando el camino de salida, emergía un vigoroso riachuelo de agua cristalina. Su lecho era de un color verde cobrizo, por la oxidación de los metales de la zona. De ahí había tomado su nombre el punto de paso. El agua llegaba finalmente a un pequeño despeñadero, a unos cuantos cientos de metros de la pared tallada. De ahí, fluía convirtiéndose en una pequeña cascada neblinosa para descansar finalmente en un exiguo lago al fondo. Cayendo libremente varias decenas de metros.

Pequeñas estructuras, antaño fábricas, barracones y almacenes de material se encontraban derruidas en el perímetro más alejado. Habían sido barridas por la guerra, dejándolas ennegrecidas y llenas de daños por la metralla. Sosteniéndose tozudamente como almas en pena. A una decena de metros detrás de ellas, se levantaban unos grandes montículos, con cruces de madera podrida sobre ellos. Las tumbas comunes de los trabajadores que habían sucumbido ante el ataque enemigo.

Actuando como una máquina perfectamente engrasada, los componentes de la caravana ejecutaron la rutina de asegurar el área con precisión. Bajo las órdenes de los tres sargentos, los camiones, seis en total, formaron un amplio semicírculo, enfilados uno tras otro, apoyando la cabina del primero y la lona del último contra la pared tallada de la cantera. Buscando la zona más llana y despejada. Los tres Chimeras crearon inmediatamente después un cordón más externo, con la diferencia de que mostraban su parte frontal al exterior, dejando así la rampa trasera de embarque, con un blindaje más bajo, al amparo de los camiones.

La caravana estaba estructurada de un modo totalmente compensado. El Comandante Julius Garreth había demostrado una disposición táctica hacia la diferenciación de trabajos y asignación de responsabilidades. Así que cada una de las tres escuadras de la caravana disponía de diez soldados, dos pilotos de Chimera, un explorador motorizado y un sargento. El sargento Danker debía cerrar el pelotón, y se encargaba principalmente de la gestión de tareas defensivas. Su misión contemplaba los aspectos más oscuros de la caravana, desde la identificación de posibles traidores como su posterior eliminación. Su grupo debía ser el primero en entrar en combate, y era el que disponía de mayor variedad en su arsenal. Por otro lado, la responsabilidad del sargento Thomas Barbon estaba asignada a los civiles. Trabajaba en su control y protección. Gestionaba las raciones de alimentos y las medicinas, si eran necesarias. Se encargaba de la parte más humana de la caravana, indudablemente. Finalmente, Gabriel era el responsable de la logística. Marcaba los itinerarios y controlaba el estado de los vehículos. Disponía bajo su mando del lento latir de la misión. Aunque era el más joven de los tres sargentos, los otros dos acataban sus órdenes, siempre y cuando éstas no se inmiscuyesen en exceso en su rango de responsabilidad.

Así que, los civiles, una vez habían satisfecho sus necesidades prioritarias, habían sido dirigidos por el sargento Barbon con total presteza buscando madera y repartiendo varias hogueras por el improvisado campamento. El sargento Danker había enviado a alguno de “sus chicos” a intentar cazar algo de carne. Y él, Gabriel, se había encargado de racionar la cantidad de alimentos que podrían disponer para esa noche. Y las expectativas no habían sido demasiado alentadoras.

De todos modos, ésa función le había permitido estar cerca de Lara. Aunque era consciente que había forzado excesivamente el ritmo durante el último tramo de viaje, y los hombres –al igual que él-empezaban a dar serios síntomas de agotamiento, Gabriel se sentía extrañamente confiado en las posibilidades de éxito ahora que estaba trabajando al lado de la muchacha. Aunque sabía por propia experiencia que todo viaje en caravana podría deparar desagradables sorpresas hasta que no se hubiese finalizado (e incluso a veces después de llegar al destino), el escuchar la conversación, la risa, ver los suaves movimientos o percibir el sutil aroma de la chica le henchía el pecho de optimismo, y, por qué no, de alegría.

Además que estaban a un paso de entrar en la zona blanca. Dentro de las cambiantes ramificaciones del destino, estarían algo más seguros pudiendo contactar con Fuerte Victoria para pedir auxilio.

Aunque Gabriel supiese que difícilmente se lo prestarían.

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La noche no tardó en alcanzarlos. Para entonces, los soldados del sargento Danker habían cazado una buena cantidad de reptiles de la zona, lo que había subido un poco la moral de los hombres. Los soldados bajo la dirección del sargento Barbon, a su vez dirigiendo a los civiles, habían encontrado suficiente madera como para mantener las hogueras del campamento durante toda la noche, además de diferentes vegetales comestibles. Gabriel se había encargado de repartir los víveres propios de la caravana, y había establecido los turnos de guardia. Dando descanso durante toda la noche a los pilotos y copilotos, además de los exploradores, había ajustado los turnos lo más cortos posibles, dejando así el máximo tiempo de descanso por soldado. Una leve brisa impregnada de buen humor y esperanza danzaba entre los civiles que descansaban tranquilamente en el interior del amplio semicírculo que habían creado los vehículos.

Así que, acompañando a la noche cerrada, todos los componentes de “la caravana” se habían repartido entre las decenas de hogueras que habían encendido dentro de la zona asegurada. Los grupos solían ser mixtos, pudiéndose ver tanto hombres como mujeres o niños, incluso acompañados de soldados. Algunos jugaban con naipes. Otros contaban historias. Pero todos permanecían unidos dentro de la adversidad que estaban atravesando. Como contraste, uno de los grupos más pequeño, y más alejado del resto, era el compuesto por los tres sargentos. Gabriel y Barbon se encontraban apoyados contra el lateral de un camión. Danker se hallaba enfrentado a ellos, sobre una piedra no muy alta.

–Buena comida, sí señor. –Dijo el sargento Barbon con un trozo de carne de Loxi en un palo, mientras respiraba antes de lanzar el siguiente ataque.

–Hemos tenido suerte con la caza. –Respondió el sargento Danker. El hombre de tez oscura, resultaba bastante intimidatorio a la luz de la hoguera. Amplias cicatrices recorrían toda su cabeza, dejando amplios cortafuegos en su denso cabello moreno y en su barba. Aunque nadie le había preguntado por ello, parecía que su cabeza hubiese sido masticado por una bestia enorme, dejando voluminosas cicatrices por donde los dientes habían arrasado con la carne. Masticando lentamente, con la boca abierta, dejaba ver sus dientes. Demasiado pequeños. Contrastando por su brillo con el resto del rostro, de un modo inquietante.

–¡Catorce loxis no es tener suerte, Danker! –Dijo el sargento Barbon con un brillo en sus ojos, mientras devoraba el resto de su pieza y alargaba la mano a coger otra estaca. La carne se tostaba lentamente, y chisporroteó al dejar caer parte de su grasa al fuego.

–Ha sido suerte. –Se limitó a contestar el sargento Danker, terminando también la porción y cogiendo otra.

Gabriel vio como el sargento Barbon, con el rostro brillante de sudor incluso con el frío que hacía, soplaba el trozo de carne. Se entretuvo imaginando cómo había conseguido el sargento Danker evitar que le llamara por su nombre de pila. Debería haber sido terriblemente creativo para insertar tal prohibición en el sargento Barbon. Sonrió mientras continuaba mordisqueando su propio pedazo de carne. Con la otra mano pasaba páginas de su grueso y ajado cuaderno. Revisaba la información de los puntos de paso que quedaban hasta llegar al objetivo. Comparó los datos con las reservas de alimentos, agua, combustible y munición. Afortunadamente, los resultados eran esperanzadores.

–Sólo un poco más. –Musitó para sí.

–Tan sólo por evitar el hacerme comer nuevamente carne curada o fruta desecada os levantaría una estatua a ti y a tus hombres. Que el Emperador os guíe con toda su fortuna. –Exclamó nuevamente el sargento Barbon, exultante, con la boca llena.

La última frase creó un silencio incómodo entre los sargentos. El crepitar del fuego se escuchaba claramente, junto con las voces de los hombres y mujeres del resto de hogueras. Había ya muchos de ellos que empezaban a dormitar en el suelo. Gabriel supo inmediatamente que los dos sargentos iban a mantener otra discusión. De todos modos, no le sorprendía. Era algo casi habitual. Comprobando su reloj, levantó la mirada de sus apuntes justo en el momento que un puñado de soldados se levantaba y se dirigían al cordón más externo de vehículos, a relevar a sus camaradas. Los que pertenecían a la escuadra de Gabriel, con una banda horizontal roja en el casco, saludaron a su sargento antes de desaparecer entre los camiones. Al poco, los soldados que habían estado de guardia aparecieron desde la penumbra. Se diseminaron por las hogueras, y empezaron a dar cuenta de la cena.

El silencio entre el sargento Barbon y el sargento Danker se mantuvo durante un instante más. Gabriel bajó nuevamente su mirada a su cuaderno, y continuó con el resumen de víveres del día. Finalmente, y aclarándose previamente la voz, fue el propio sargento Danker quien habló.

–Dudo mucho de la atención del Emperador en este jodido planeta.

La frase quedó en el aire. El sargento Danker miraba fijamente a su interlocutor, con el reflejo del fuego danzando en sus pupilas. Altivo y a la espera del contraataque.

–Puede que no lo entiendas, porque no eres un noble sartosiano. Y no ser de este jodido planeta te afecte aquí arriba. –Contestó secamente el sargento Barbon, dándose dos golpes secos con el dedo en la cabeza. Manteniendo duramente la mirada del otro. –Pero nosotros seguimos siendo leales al Imperio. Somos nosotros los leales, los únicos que mantenemos nuestro honor impoluto es este jodido planeta. ¿Verdad, Gabriel?

Gabriel terminó una suma mentalmente, y decidió que la revisaría nuevamente. Levantó la mirada hacia sus compañeros de hoguera. Realmente no le preocupaba en exceso la reacción de cualquiera de los sargentos. No era la primera vez que se enfrentaban. Pensó qué decir durante un instante.

–Gabriel piensa igual que yo. –Continuó el sargento Barbon, levantando la voz. Con una media sonrisa, Gabriel cerró la boca y volvió la vista a su cuaderno. –Los honorables sartosianos pensamos así. Si no somos nosotros los defensores del Imperio, ¿quiénes son? ¿Aquellos que nos han traicionado para formar tribus de carroñeros y asesinos? O mejor aún, podrían ser aquellos que adoran al Caos. ¿Qué opináis, sargento Danker? Tan sólo nos quedan los otros, pero ésos, afortunadamente para ellos, tienen totalmente claro su bando… Os pregunto qué opináis, sargento Danker.

El grueso cuello del sargento Barbon se había enrojecido. Las palabras habían surgido entre pequeños trozos de comida. Suspirando, Gabriel cerró su cuaderno con tranquilidad, dejando el dedo para no perder la página. Levantando nuevamente la mirada, vio que, tanto los civiles como los soldados de las hogueras más próximas habían callado y se mantenían atentos a la conversación. Había un buen puñado con la banda azul o amarilla en el casco, pertenecientes a la Escuadra Danker y a la Escuadra Barbon respectivamente. Aquellos que se habían atrevido a observar la situación desviaron rápidamente su mirada al suelo.

–Opino que estamos bien jodidos en esta gran bola de mierda, sargento Barbon. Y opino que no le importamos absolutamente a nadie, sargento Barbon. –El sargento Danker levantó el tono una octava más. Su voz parecía un graznido. Los pequeños dientes asomaban en una mueca amenazante. –Así que no me preocuparé de saber a qué facción le debo lealtad. Tan sólo seguiré al Comandante Julius Garreth hasta la tumba. Aunque yo no sea un honorable sartosiano.

Gabriel supo que debía intervenir. No era extraño que ambos camaradas pasaran rápidamente de la más sincera camaradería a un odio visceral. Pero habían elegido un tema poco afortunado para su discusión. Y menos aún con la atención de media caravana sobre ellos. Gabriel se sabía culpable hasta cierto punto. Había forzado en exceso el movimiento de la caravana durante las últimas trescientas horas. Y ahora los hombres se ponían nerviosos más rápido de la cuenta. Era increíblemente fácil que el animoso ambiente que había acompañado a toda la caravana se enturbiara velozmente.

–¿Cómo podríamos no ser leales al Imperio, si la tenemos a ella con nosotros? –Rugió el sargento Barbon, como habiendo encontrado algún argumento irrebatible. Se había puesto de pie bruscamente, y la ira titilaba en su mirada. Señalaba a una figura que se mantenía solitaria ante una hoguera. –¿Por qué no le dices a ella a quién debes tu lealtad, sargento Danker? ¿O acaso no habéis hablado de nada durante la travesía? –Añadió maliciosamente.

Gabriel sintió que las cosas se habían salido totalmente de control. Inconscientemente, el sargento Barbon había golpeado magistralmente a su adversario, introduciendo a la persona menos indicada en la conversación. Cualquier argumento ofensivo que pudiese emplear el sargento Danker a partir de ese instante, también la incluiría a ella. Maldición. Tendría que haber cortado antes la discusión. El sargento Barbon, de pie, sudaba y su rostro enrojecido temblaba de indignación. El sargento Danker, aunque bastante más frío, respiraba profundamente con los dientes apretados.

–Basta ya, sargento Barbon. Basta ya, sargento Danker. –La voz le surgió cortante como un cuchillo.

–Pero, Gabriel… –Respondió rápidamente el sargento Barbon, abriendo las manos llenas de grasa y tizne de la carne, como clamando por justicia.

–No me repetiré, sargento Barbon. Creo que el espectáculo ha sido lo suficientemente intenso hasta el momento. –Gabriel extendió la mano libre, indicando vagamente las hogueras que estaban siguiendo la discusión.

El sargento Barbon, tras dudar un instante mirando en derredor, se sentó furiosamente. Cogió un nuevo trozo de carne y empezó a dar cuenta de él, mientras rezongaba e imprecaba de un modo ininteligible. El sargento Danker continuaba mirándole con una mueca de rabia y desprecio, ya que la intervención de Gabriel no le había dejado defenderse del último ataque. Aunque probablemente no habría sabido que decir ante el último argumento de su rollizo contrario.

Gabriel mantuvo las miradas, una a una, hasta que comprobó que no quedaba ningún grupo en las hogueras que les prestara atención. Antes de volver a enfrascarse con su tarea, miró a la figura que había señalado el sargento Barbon hacía un instante. Estaba a una veintena de metros de ellos, apoyada contra otro camión. Tristemente solitaria ante la hoguera. Sus formas se mantenían ocultas bajo una gruesa capa de color tierra. Tenía la capucha echada sobre la cabeza, por lo que sus facciones también estaban oscurecidas. Tan sólo unos pocos mechones de pelo grises reflejaban el danzante brillo de la hoguera ante sí.

Estaba seguro que les había escuchado. Aunque no había hecho ningún gesto, ni cuando el sargento Barbon se había dirigido directamente a ella. No había parado de comer los trozos de carne que se habían estado haciendo al fuego. Probablemente había sido la más inteligente de todos. Como cayendo en la cuenta de algo, Gabriel miró su propio palo, viendo que tan sólo quedaba carne fría en él. Suspiró y lo lanzó al fuego. Se levantó, cogió un trozo caliente y bien tostado y volvió a su sitio, a continuar con su trabajo. El sargento Barbon continuaba con su cantinela, mientras el sargento Danker, en silencio, seguía dando cuenta de la cena.

Gabriel revisó los datos. Ya había mandado que prepararan la carne de dos loxis para curarla. Conforme los civiles durmieran, iría con algunos de sus hombres a la despensa oculta del “punto de paso” y cambiaría la carne, curada y dura (según sus apuntes, de tres meses) por la nueva de loxi. Así, la siguiente caravana, con algo de suerte, encontraría carne de menos de dos meses.

Revisando todos los datos apuntados, y recorriendo diferentes líneas de tiempo, contempló con satisfacción que La Cantera Fuenteverde era un punto bastante seguro. Según sus apuntes, tan sólo había recibido un ataque en las veinte veces que había pasado una caravana por ahí. El porcentaje de riesgo era del cinco por ciento. El más bajo de todos los puntos de paso. Pasando rápidamente las hojas, revisó los siguientes puntos de paso con posibilidades antes de llegar a su destino. Pero cuando empezó a cruzar datos de combustible y distancias, fue nuevamente interrumpido. Maldijo mentalmente al destino que no le dejaba trabajar más de unos pocos minutos.

–Creo que he llegado a la hoguera más seria de toda la caravana. –Dijo una voz.

Gabriel levantó la cabeza con un movimiento eléctrico. Se dio cuenta, conforme oyó el sonido apagado, que había soltado la tapa de su cuaderno y no había deslizado el dedo para marcar la página. Aunque no le importó. La muchacha, Lara, estaba ante ellos con una bandeja con más carne de loxi y con sus arrebatadores ojos castaños brillando a la luz del fuego. Gabriel notó cómo se le aceleraba la respiración.

-Creo que los héroes que nos están llevando a Fuerte Victoria deberían estar más contentos. Somos camaradas todos, ¿no? –Dijo la muchacha con una sonrisa cautivadora. –Pero como os veo tan serios, quizá deba llevarme esta carne para otros chicos buenos, ¿no?

El sargento Danker ignoró a la chica, todavía enfadado. Gabriel estaba con la boca abierta.

-Tan sólo pídeme aquello que quieras, Lara, y lo cumpliré. Por ti, incluso perdería peso. –Exclamó el sargento Barbon con una carcajada. La chica le secundó.

-Creo que ya hay un ganador por aquí. El primero en llevarse estos jugosos trozos de carne es, ni más ni menos, que el sargento Barbon –Dijo Lara tendiendo unos pocos palos con carne de reptil todavía sangrante al sudoroso sargento.

-Eso no te lo consiento, Lara. Me tienes que llamar Thomas. Lo más importante para mí es que me llamen por mi nombre la gente que realmente quiero.

La chica congeló el movimiento y bajó la mirada, sonrojándose bruscamente. El sargento Barbon observó la acción y estalló en sonoras carcajadas. Se palmeó los muslos y se levantó hacia ella, todavía riendo. La cogió con un brazo por los hombros y la zarandeó suavemente.

-¡Pero no creas que este viejo sargento te está haciendo una declaración de amor, muchacha! –El tono del sargento Barbon era innecesariamente alto. La cara de la muchacha estaba totalmente enrojecida. –Te trato como una hija mía, más bien. Para el amor, deberíamos buscar a otros.

Gabriel, con el cuaderno cerrado en el suelo, vio como el grueso sargento le buscaba con su mirada al terminar la frase. Intentó componer un rostro estoico. Supo que estaba fracasando miserablemente.

–Alguien más joven, con más energía, para poder satisfacer el furioso ardor de la dulce juventud. –Detrás de la voz de trueno de Barbon se escucharon varias risitas contenidas. El sargento, de pie con el rostro perlado de sudor, y con la chica firmemente agarrada con un brazo, atraía totalmente la atención. Incluso el ceñudo sargento Danker se había girado hacia él, y mantenía una media sonrisa en sus labios. –Y, por supuesto, para nuestra princesa, nuestro talismán, no podemos buscarle un soldado raso. Tendría que ser por lo menos un sargento…

Gabriel notó que se le helaba el estómago. Aunque toda la caravana estuviese sonriendo, esto no era gracioso. No era gracioso en absoluto.

–Aunque Danker es un poco más joven que yo, tampoco te lo aconsejo. No es para nada guapo. Y no tiene humor en absoluto. –Las risas del resto de la caravana se apagaron inmediatamente. Pero se reanudaron cuando vieron que el sargento con el rostro repleto de duras cicatrices bufaba del modo más parecido que tenía a una carcajada, mostrando sus pequeños dientes al mundo. –Entonces, buscamos para nuestro talismán a un joven, que sea mínimo sargento, que no sea demasiado feo. Danker y yo estamos eliminados por causas lógicas… bueno, más él que yo, claro…

Las risitas se convirtieron en abiertas carcajadas. El público del improvisado espectáculo se estaba divirtiendo. Tanto los soldados como los civiles miraban con deleite al sargento Barbon. Había conseguido, gracias a tener siempre palabras de ánimo y apoyo para todos, el ser querido en el seno de la caravana. La muchacha, Lara, se mantenía dulcemente avergonzada, con la mirada baja. A un par de metros, Gabriel se encontraba en el suelo, con la boca abierta a la espera de la estocada final.

-Entonces, ¿qué otro sargento nos quedaría para dejar el orgullo sartosiano bien alto? –El sargento Barbon se hizo visera con la mano sobre los ojos, y paseó su mirada por las diferentes hogueras, buscando el candidato, en una exagerada interpretación. La gente reía cuando la mirada pasaba por ellos, se señalaban unos a otros o decían bromas en voz alta que hacían que las risas arreciaran. Incluso llegó a mirar a la hoguera de la figura solitaria, pero viendo que ésta estaba pendiente del espectáculo, el sargento volvió rápidamente la mirada nuevamente al grupo más denso de civiles. En algunas grupos, los niños más pequeños gritaban “allí, allí”, señalado la espalda del grueso sargento, donde se encontraba Gabriel.

¿Era realmente gracioso? Gabriel pensaba qué decir cuando el sargento Barbon finalmente se dirigiera a él. Y no se le ocurría nada.

Finalmente, con la chica firmemente agarrada, el sargento Barbon se giró hacia Gabriel. Estaba pletórico, y levantó un brazo. El silencio se propagó en todas las hogueras. El público se había reído bastante. Y ahora esperaba que finalizara la función. Una gota de despreocupada alegría había resbalado por sus cansados corazones.

Pero la siguiente frase del sargento Barbon fue engullida por un penetrante sonido.

El angustioso bramido de la alarma general.

La realidad había llegado al campamento con toda su crudeza. Evaporando la sensación de alegría y esperanza. Dejando la invitación a una nueva y sangrienta batalla. Con los espeluznantes gritos de guerra del enemigo. Con los primeros disparos, desgarrando la noche.

FIN DE LA SECCIÓN DOS: DESCANSO


A: Una nueva sección. Bastante más larga de lo habitual. Me empiezo a encontrar con problemas para elegir el momento de corte... además, como el lunes no estaré, la adelanto a hoy...
B: ¿Y los Ángeles Sangrientos? ¿Y quiénes son los otros? ¿Y...
A: ¡¡Espero vuestras opiniones!! ¡¡Saludos!!
B: ... oye...

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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"Nena, que buena que estás... ¿te vienes a... matar humanos?..."

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15 años 7 meses antes #18359 por Grimne
Me pregunto quienes serán los Sartosianos. Y desde luego mi más ardiente ambición es que alguien le meta al Bufón Barbon una ráfaga de bólter pesado/akribillador/desintegrador/cañón shuriken... En fin, se coge la idea.

[img:3ppbkf6b]http://img33.imageshack.us/img33/6517/firma2joy.jpg[/img:3ppbkf6b]

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15 años 7 meses antes #18517 por Darth Averno
Bueno, Grimne, inauguras tú el hilo (en lo que se refiere a comentarios...). ;)

Por un lado, llamo "sartosiano/a" al nativo de cualquier planeta del sistema Sartos (y en este caso, estamos en Sartos IV).

Por otro, el sargento Thomas Barbon (un respeto!) es un personaje ciertamente especial. Pero me gusta.

[i:2qdc707t]Careful what you wish, you may get it.[/i:2qdc707t]

Saludos.

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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15 años 6 meses antes #18683 por Darth Averno
      SECCIÓN 3: CARROÑEROS

        Los chimera habían encendido sus potentes focos, y disparaban todo su armamento hacia los enemigos ocultos en el amparo de la noche. Los multiláser ametrallaban constantemente con sus rayos rojizos, mientras los bólter pesados ajustados en el afuste exterior repiqueteaban sobre la zona enemiga. Los soldados que habían llegado al interior de los vehículos utilizaban los rifles láser fijados a los puntos de disparo. Toda la cadencia de fuego de la caravana creaba una mortal cortina de fuego.
        Gabriel tardó un instante en ubicarse en la situación. Se parapetó detrás del chimera central, perteneciente al sargento Barbon, con su pistola láser desenfundada. En la zona iluminada por los chimeras, la cual comprendía menos de la mitad del espacio libre que había hasta las primeras estructuras y el precipicio, descansaban varios cadáveres. Un par de soldados de la caravana, y casi una decena de carroñeros.
        Llamaban “carroñeros” a los sartosianos que no habían elegido ningún bando, salvo el suyo propio. Pequeños grupos algunas veces, ciudades completas otras, que habían instaurado una regresiva ley tribal. Habían decidido sus propias normas. Habían aprovechado el severo intercambio de golpes que habían propiciado las tres fuerzas beligerantes en el planeta, desgarrando la tierra que siempre habían habitado, para tomar una anárquica cuarta posición. En contra a todos los demás. Sin nada que perder. Apareciendo de la nada, asaltando las defensas de cualquier facción para saquear todo el material bélico posible. Incluso aliándose o destruyéndose entre ellos. Añadiendo su propia nota de locura a la inesperada melodía de guerra que emanaba del planeta Sartos IV.
        Asomándose parcialmente detrás del Chimera, Gabriel notó que algo no estaba bien. El asalto enemigo estaba condenado al fracaso de un modo excesivamente claro. Mientras sus hombres, firmemente parapetados dentro de los transportes, o bien en las cabinas blindadas de los camiones, mantenían una cadencia de fuego constante, los carroñeros arropados en las sombras, ocultos en los edificios derruidos que circundaban a la caravana devolvían fuego de rifle láser insuficiente para hacer grandes daños a los vehículos. De vez en cuando, se escuchaba algún grito ante un disparo de bólter o la rojiza estela que dejaba el láser. Un herido o una baja del bando de los asaltantes. Paulatinamente serían erradicados.
        Era una de las desventajas al combatir contra los carroñeros. Nunca sabías si te encontrabas ante una estrategia brillante, una trampa, o la simple y llana estupidez de la desesperación.
        Haciendo caso a su intuición, cogió los prismáticos que colgaban de su pecho y los enfocó hacia las sombras. Los jodidos focos de luz de los chimeras destruían su visión nocturna. Exclamó un improperio. Además, sus prismáticos tenían el sensor térmico averiado. Así que, si lo activaba, corría el riesgo de que estallasen. Aunque fuese una pequeña explosión, tener los ojos a unos pocos milímetros de las lentes sería fatal. Tomó aire con los dientes apretados. Ignoró los disparos láser que pasaron a escasos centímetros de él, repiqueteando contra el blindaje del chimera. Maldiciendo a todo, saltó fuera de la cobertura, se lanzó cuerpo a tierra y activó el sensor térmico.
        Los prismáticos empezaron a humear casi de inmediato. Pero no estallaron. Funcionaron un par de segundos. Dándole una imagen clara de lo que andaba buscando.
        Y estaban bien jodidos.
        Rodó en la tierra buscando el amparo del otro chimera. Del cordón externo, era el que más cerca se encontraba de la zona de ataque enemiga. No se sorprendió al corroborar que era el suyo. El vehículo que estaba más preparado para combatir al enemigo era el que pertenecía al sargento Danker. Y la casualidad lo había colocado en la zona menos enconada del combate.
        El portón trasero estaba abierto. Gabriel comprobó que el espacio ocupado por el valioso cargamento evitaba que se pudiesen emplear correctamente las seis aberturas de disparo. Tan sólo un soldado de su escuadra podía alcanzar un rifle láser precariamente. El fuego se completaba con el multiláser manejado remotamente en la cabina y un artillero manejando el bólter pesado desde la torreta, exponiendo su cuerpo al fuego enemigo.
        Agarró su espada sierra de las entrañas del vehículo y volvió a salir al exterior. Los disparos de ambos bandos, cruzándose a la luz de los focos, eran poco menos que inocuos. Apoyó su espalda contra el metal. Empezó a intentar comprender lo que había visto. Se concentró. Enfundó su pistola. Cogió el comunicador.
        -Aquí el sargento Gabriel Garreth. Sargento Barbon, sargento Danker, ¿me reciben? –Bramó para hacerse escuchar entre el sonido de los disparos.
        -Aquí Thomas, Gabriel. ¿Cómo va eso, hijo?
        -Sargento Danker en línea.
        -Reporten situación. –Dijo Gabriel automáticamente. Sin pensarlo, esa frase le dejaba al mando de la defensa de la caravana.
        -Los civiles están guarecidos tras los camiones del flanco derecho, Gabriel. Pero no están dentro, para minimizar bajas en caso de que algún vehículo explote. La mitad de mis soldados están con ellos. Y la otra está vaciando cargadores contra estos hijos de puta. – Dijo el sargento Barbon furiosamente.
        -Mi escuadra ha recibido varias bajas. –La voz del sargento Danker era más fría. –Estamos preparando nuestro armamento pesado mientras continuamos agujereando sombras. De todos modos, el enemigo está actuando de un modo sospechoso.
         -¿A qué te refieres? – Dijo el sargento Barbon.
         -Aunque tengan superioridad numérica, no tienen potencia armamentística. No deberían poder dañar nuestros transportes acorazados. De hecho, si tomásemos como prioridad eliminarlos antes que proteger a los civiles, serían rápidamente erradicados.
        "Coincido totalmente", pensó Gabriel.
        -Pero saben que no cambiaremos nuestras prioridades. –Dijo Gabriel amargamente. –Porque lo habríamos hecho ya. Tan sólo nos están dejando especular que les aniquilaremos si nos mantenemos tranquilamente en nuestra posición. Sin necesidad de pensar. Sin necesidad de arriesgar nuestras vidas. Tan sólo disparando a la noche.
        -¿Acaso sabes algo que nosotros no, hijo? –Preguntó el sargento Barbon.
        -Lo único que sé es que no son estúpidos, sargento Barbon. La mayor parte del fuego que recibimos proviene de posiciones mecanizadas, por lo que la mayor parte de sus fuerzas vivas están detrás de los edificios, y no dentro. Además, no sería extraño que empiecen a apuntar hacia los focos de nuestros chimera, puesto que ellos tienen sus propios focos preparados en toda la segunda planta de los edificios.Así nos cegarían ante lo que ocurriese detrás. Además, he visto un sistema de polea que deja caer unos cables en la dirección de la catarata, pero no sé para qué demonios será.
        El comunicador se quedó en silencio. Los sargentos estaban pensando ante la nueva información. Los disparos continuaban hendiendo el cielo nocturno.
        -No disponemos de potencia de fuego suficiente, aun incluyendo nuestros lanzamisiles, para derruir el edificio. –Comenzó el sargento Danker. –Pero tenemos que eliminar su cobertura para…
        El pequeño “clinck” que interrumpió al sargento fue una declaración de que estaban bailando al son de los carroñeros. El chimera de Gabriel había perdido el foco. Tuviesen los planes que tuviesen los enemigos, los estaban llevando a cabo.
        Inmediatamente después, el chimera del sargento Barbon empezó a temblar. Las orugas soltaron su fijación y movieron al vehículo, desplazando una lengua de tierra.
        -¡Sargento Barbon! –Exclamó Gabriel.
        -¡Bastardos carroñeros!. –La voz del sargento Barbon llegó clara y decidida, pero no a través del comunicador. Rugió desde los altavoces externos del chimera. Por encima del tronar de los disparos. Rebotando contra la pared lisa de la cantera y diezmándose en cientos de pequeños ecos. Los disparos bajaron de intensidad. Un par de focos de un edificio en ruinas parpadearon y, con una amarillenta luz, enfocaron al rollizo sargento, introducido hasta media cintura en la torreta de su chimera, tras el bólter pesado. –Bastardos carroñeros que queréis que nos quedemos en nuestra posición. Estáis mejor guarecidos, y tan sólo esperáis poder cerrar la trampa que, por el Emperador, me estoy oliendo. Pero mientras quede un aliento de vida en mi cuerpo, juro que vuestra sangre bañará esta tierra.
        El sargento cerró la torreta del chimera, y el vehículo se lanzó como una flecha contra el edificio desde donde los disparos eran más continuos. Gabriel lo vio con incredulidad. Y se sorprendió al darse cuenta de que era una buena opción. Lo único que no debían hacer era recorrer el camino que los carroñeros querían que siguieran. Como leyendo los pensamientos de Gabriel, el resto de focos parpadeó y se encendió. Las ráfagas láser aumentaron desde la posición enemiga. Pero no impidieron que el vehículo del Sargento Barbon impactara contra el edificio, atravesando la pared principal como un cuchillo.
        Tanto desde la abertura como del resto de accesos surgió una rugiente oleada de carroñeros, vestidos con harapos y cubiertos con calaveras de animales. Con los rasgos pintados con formas tribales. Con armas de todos los tipos, desde pistolas o rifles láser a toscas horquetas o palos. Gabriel lo vio claro. El enemigo necesitaba frenar su aproximación como fuera. Se lanzaban al asalto, recorriendo los metros que les separaban, iluminados por sus focos, como una voraz marabunta. Por tanto, la carta que tendrían guardada debía ser extremadamente valiosa. ¿Podría ser suficiente para eliminar la caravana?
        A Gabriel no le importaba la respuesta. Tan sólo sabía que no permitiría que esa carta se jugara.
        -Sargento Danker, mantenga el chimera en la posición que ocupaba el vehículo del sargento Barbon. Su responsabilidad a partir de este punto será defender la posición de los camiones.
        -Entendido, sargento Garreth. –Contestó el sargento Danker. Ya estaba todo dispuesto.
        -Fuerzas de Defensa Planetaria. –Rugió el sargento Gabriel Garreth. – Nuestra alma ruge con furia. Nuestros corazones son de acero. Somos hijos de esta tierra, y nuestra sangre es suya. Vengaremos a nuestros hermanos caídos, hasta el fin de nuestro aliento. Hoy caminaremos al lado del a Muerte. Cumpliendo nuestro deber con orgullo. Por nuestro juramento. Por nuestro honor. Por Sartos IV ¡A la carga!
        Tras la mil veces escuchada estrofa, el grito de los soldados subió a un nivel ensordecedor. El chimera perteneciente a Gabriel arrancó violentamente para apoyar a las fuerzas del sargento Barbon. Arrolló a varios enemigos en el proceso, mientras vomitaba fuego en todas direcciones. El resto de hombres de la Escuadra Garreth y la Escuadra Barbon corrieron gritando al encuentro de los carroñeros. Imprecando y jurando, gritando como bestias, desatando la furia de la desesperación. Y siguiendo al joven sargento con la banda roja en el casco, que enarbolaba su espada sierra y repetía una y otra vez la misma letanía.
        Por nuestro juramento. Por nuestro honor. Por Sartos IV.

+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

        Gabriel llegó el primero a la línea enemiga. Fintó a los primeros adversarios, sabiendo que se trabarían con los camaradas que venían detrás de él. Seleccionó su objetivo, y activando los dientes sierra de su espada, acompañado de un ronco rugido, descargó un tajo que acabó con su vida.
        Recordó las palabras de su padre, y su instructor en el arte de la guerra: “Cuando selecciones un arma para el combate cuerpo a cuerpo, asegúrate que tiene un mango largo”.
        Así se podrá agarrar con las dos manos. Lanzó una estocada hacia el abdomen de otro carroñero, que portaba una calavera humana sobre la cabeza. La espada se clavó un poco, pero el movimiento de los dientes sierra atrajo el cuerpo del enemigo, que fue ruidosamente desgarrado, desparramando sus cálidas entrañas sobre las manos de Gabriel. Éste invirtió el movimiento de corte, liberando su arma, brillante con la sangre, para seguir descargándola a dos manos sobre la andrajosa turba.
        Se repetía constantemente que no debía bajar la guardia. Aunque el armamento cuerpo a cuerpo de los desharrapados enemigos era francamente tosco, podría haber alguna espada sierra, o incluso algún arma de energía escondida. Pero, de momento, cada uno de sus golpes levantaba una pequeña nube de sangre, y los pocos impactos que recibía eran repelidos eficazmente por su armadura de caparazón. Aún así, empezaba a asfixiarse por la interminable marea enemiga que le rodeaba. Apretando los dientes, se agachó y lanzó un corte circular a la altura de las rodillas. La espada seccionó carne y hueso limpiamente. Varios carroñeros cayeron de golpe entre gritos. Frenando por un instante la presión. Insertando un momento de duda en sus compañeros, que se vieron finalmente obligados a pisarlos empujados por el violento frenesí del combate.
        Notó un pinchazo en su brazo izquierdo. Automáticamente se giró, apartando la lanza de madera que le había herido de un duro golpe. Un pequeño hilo de sangre recorría su punta. Levantó la espada verticalmente, con una sola mano. Vio a su enemigo. Aunque iba pintado como los demás, no tendría más de diez años. Y sus ojos reflejaban auténtico terror ante lo que estaba viviendo. Pero el mundo no era justo. El bando equivocado, aunque fuese elegido inconscientemente, significaba la muerte. Gabriel bajó la espada, convirtiendo la cabeza del niño en una pulpa sanguinolenta.
        Con mirada torva, agarrando el arma a dos manos y respirando entre dientes, se giró hacia el resto de enemigos. Se dio cuenta, como tratándose de una macabra broma, que se hallaba alejado de su grupo de camaradas y del chimera, los cuales, envueltos en una nube de sangre y disparando sin cesar, avanzaban eficientemente hacia su objetivo: apoyar al vehículo del sargento Barbon, que estaba prácticamente hundido entre los carroñeros.
        Escupió al suelo y se lanzó hacia los enemigos, segando vidas aceleradamente y continuando con su avance. Alejándose todavía más de sus hombres. No podía quedarse quieto en un círculo enemigo, caería rápidamente. Tenía que continuar fluyendo por la batalla, hasta que una herida lo inmovilizara y todo acabara. Pero si estaba más lejos, gran parte de la atención se fijaría en él, y esto sería importante para el final de la batalla. Un final que él no vería. Pero no le importaba en ése momento. Aunque temía la muerte, en el centro del huracán la duda no tenía cabida en su mente. Tan sólo el avance y la furiosa y silbante incisión de su espada.
        Una afilada horqueta le rozó el costado, rasgando su armadura y clavándose en su carne. Haciéndole gritar de dolor. La agarró con determinación, y decapitó a su dueño. Continuó descargando golpes contra los enemigos más cercanos. Pero el círculo se creó rápidamente. Y las lanzas se prepararon para ensartarlo.
        Nuestra alma ruge con furia. Nuestros corazones son de acero. Somos hijos de esta tierra, y nuestra sangre es suya. Vengaremos a nuestros hermanos caídos, hasta el fin de nuestro aliento. Hoy caminaremos al lado del a Muerte. Cumpliendo nuestro deber con orgullo. Por nuestro juramento. Por nuestro honor. Por Sartos IV.
        Gabriel vio los ojos de los enemigos. Locos de furia. A sabiendas de su victoria. Vio cómo las lanzas se echaban hacia atrás, cogiendo impulso para su mortal estocada. Gritó y desenfundó su pistola láser. Cumpliendo nuestro deber con orgullo. Por nuestro juramento. Por nuestro honor. Por Sartos IV.
        La bestial lengua de fuego le sorprendió. Muchos enemigos cayeron ardiendo entre agónicos gritos. Entre el resto reinó la confusión. Gabriel saltó furiosamente hacia ellos, e hizo que su espada continuara bebiendo sangre hereje. Pudo ver el asalto, entre otras brutales llamaradas, de la figura encapuchada. La gruesa capa color tierra danzaba mientras su portadora se convertía en un tornado de afiladas cuchillas. La sangre y los miembros enemigos saltaban por allí por donde pasaba. De vez en cuando, deteniendo su frenético combate, apoyaba los pies en tierra, flexionando levemente las rodillas acorazadas, y descargaba una poderosa llamarada que reducía el enemigo a huesos calcinados.
        El combate los fue acercando. Terminaron espalda contra espalda. Cortando y segando, entre fuego y láser. En ese momento varios misiles impactaron en las zonas enemigas más densas, picando la carne y vaporizando la sangre. Gabriel se giró para ver que el chimera del sargento Danker había abandonado su posición y se dirigía hacia ellos con los seis tubos de su cañón de asalto escupiendo muerte. Detrás de él se veía el resto de la Escuadra Danker, que había preparado la dotación de lanzamisiles en tierra.
        Muchos enemigos retrocedieron rápidamente. Habían soportado docenas de bajas, y los más cobardes dejaban a los locos en el campo de batalla. Parecía que entonces se daban cuenta de que eran solamente civiles sin preparación ni armamento. Pero habían cruzado el punto de no retorno. Sin posibilidad de rendición. Serían ejecutados si eran capturados.
         Gabriel escuchó un grito proveniente del chimera del sargento Danker. Se giró hacia el barranco. Hacia el sistema de poleas que no había dejado de funcionar durante todo el combate. Vio para qué lo habían empleado, y supo que tenía sentido. Empujó sin dudar a la encapuchada lejos de sí, y levantó su pistola láser hacia la carlinga que veía ante sí. El bólter pesado enemigo se encaró hacia él.
        Cumpliendo nuestro deber con orgullo. Por nuestro juramento. Por nuestro honor. Por Sartos IV.
        Hizo fuego varias veces, gritando el código. Mató al piloto.
        Pero el bólter disparó, fuera de control. Un disparo le atravesó el muslo. El otro le dio en mitad del pecho. Y el último en la cabeza.

        FIN DE LA SECCIÓN 3: CARROÑEROS.

A: Esto parece ya programación. Entre el código para las cursivas y las negritas, además que he encontrado el modo de hacer las sangrías, es muy trabajoso el subir el texto. Espero que me digáis si os gusta más así -que es el modo correcto- o con la separación entre párrafo y párrafo.
B: Así parece más troncho. Y siguen sin salir mis AS. Y estos pobres "humanos" van a caer como moscas, y...
A: ... el miércoloes que viene, más...


Envio editado por: Darth Averno, el: 2008/09/25 17:39

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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"Nena, que buena que estás... ¿te vienes a... matar humanos?..."

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