Las Guerras de Daksha I

15 años 6 meses antes #19054 por Kitiara
Después de presentar el Priorato, los Custodios, Amudiel... donde estan más o menos todos los personajes, ahora ya vienen las Guerras de Daksha.
Esto ya es una historia en condiciones, no un resumen, que va entre el final del Paranoid y el final de La melancólica tragedia de Ismael de Siozix...

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\"I seek that which I will never have in this land. Freedom to dream the dreams that are my own. Freedom to pursue goals that are my own. Freedom to make mistakes. Freedom to repent and freedom to...

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15 años 6 meses antes #19068 por Kitiara
Respuesta de Kitiara sobre el tema Ref:Las Guerras de Daksha I
PROLOGO.



El rincón donde se hallaban sentados era oscuro y apartado, fuera del alcance del reflejo de las llamas que iluminaban la perpetua oscuridad, y hubiera pasado desapercibido si el misterioso hombre, ataviado con un raído manto color crema de peregrino, hubiera estado solo.
Sin embargo, el entusiasmo con que los tres parroquianos con los que compartía mesa respondían a sus preguntas, se lo impedía.
Eran tres hombres, dos de ellos de avanzada edad, y un muchacho, vestidos con ropas claras de campesino y algo embriagados por las generosas rondas de broll negro a las que fueron invitados por el peregrino.
El más joven del grupo cabeceaba por efecto del alcohol y apenas hablaba, pero fingía prestar toda su atención a los viejos cuentos que sus mayores relataban al extraño, que se había presentado como un trovador que peregrinaba al templo de San Diógenes.
En ese momento, le contaban que ese mismo broll que bebían se realizaba en el Priorato de Siozix, a unas cuantas jornadas a pie de la posada, donde se decía que habían surgido santos varones y grandes benefactores del pueblo.
Decía uno que las gentes que vivían en los alrededores del mismo hablaban del bergrisar, un gigante envuelto en una larga túnica negra que despedazaba a manos desnudas a los incautos que entraban en su territorio, y era contradicho por el otro, que decía que el bergrisar era una criatura noble y benigna que protegía a los campesinos de los bandidos…
La imposibilidad de ponerse de acuerdo les llevó a una disputa que terminó en una pelea abierta.
El peregrino no se inmutó.
Dejando sobre la barra unas monedas, sacó a rastras al muchacho, aún beodo, y, despertándolo a bofetadas, le exigió saber donde se encontraba el Priorato.
El chico, asustado, le dio las señas y le puso en alerta sobre el bergrisar, del que sabía que tenía la piel dura como el acero y lanzaba rayos por los dedos…


Días después, sin prestar siquiera atención al barullo que dejaba tras de si, el peregrino atisbó en la lejanía un edificio grandioso en lo alto de una colina, rodeada por un pequeño pueblo de casas de adobe.
Grande, de aspecto prospero con edificios de dos plantas, con un gran terreno que las separaba entre ellas, dedicado a los cultivos de unas extrañas plantas de tallo alto y un color blanquecino que parecían acariciar el oscuro cielo estrellado con un resplandor pálido.
Estos cultivos se alternaban con pequeñas granjas que parecían grandes montículos de tierra y rediles para un ganado de aspecto extraño.
Los caminos estaban bien empedrados y embaldosados, y todo el pueblo estaba rodeado de una sólida empalizada de madera y piedra.
Le resultaba difícil adaptarse a la noche perpetua de Daksha, y, cada poco tiempo, debía de detenerse. Sabía que la hospitalidad de las gentes de Siozix era conocida en todo el sector, de forma que, cuando comenzaba a cabecear, llamó a una de las puertas del poblado.
Aceptado entre sus muros por un matrimonio mayor como un padre recibiría a sus hijos, el peregrino descansó, sin dormir, mientras preguntaba, en un tono marcado deliberadamente con acentos de casualidad, por el priorato y sus gentes.
La mujer, una señora amable con larga cabellera de color marfil recogida en dos moños justo detrás de las orejas y que llevaba sobre sus ropas un delantal de cuero, contó alegremente todo cuanto sabía del priorato; se había fundado en la noche de los tiempos, todos lo conocían desde siempre y, por lo que sabían no había siquiera llegado el culto al sagrado protector de la humanidad cuando ya se alzaba sobre la colina. Aunque ahora lo reverenciaban como el que más.
Sorprendido, le preguntó a la mujer por el mito del bergrisar y ella se echó a reír.
Era, según ella, una vieja leyenda del planeta, según la cual, un gigante desterrado por su padre, era obligado por una vieja deuda a ayudar a los campesinos que estaban en apuros.
Y, aunque ella no era nadie para llevar la contraria a los antepasados, lo más parecido a un gigante que había visto en su vida, era el médico del priorato, un anciano de cabellos completamente blancos que se apoyaba en un bastón para caminar y que ya a sus años aún alcanzaba, encorvado, los dos metros….
El peregrino, disimulando su gozo, preguntó por una posible visita que la amable mujer se apresuró a confirmar, enviando a su esposo para confirmarla.
Protestando por tener que subir la cuesta, el hombre se encaminó colina arriba…

El inmenso portón de entrada al priorato siempre estaba abierto y el fámulo que guardaba la entrada recibía amablemente a los visitantes, incluso a alguien tan iracundo como solía serlo el señor Granz.
Pero, como aquel hombre tan solo acudía cuando le ocurría algo a él o a su esposa que requiriera las atenciones de un médico, no se entretuvo con cortesías y le abrió paso.
El sr.Granz pasó resoplando por los altos pasillos con paredes de piedra desnuda finamente labrada que terminaban en un techo sostenido por arcos de piedra cubiertos por exquisitos grabados y pinturas policromadas como si toda aquella artesanía, desarrollada a lo largo de miles de años, no le importase nada, hasta llegar a una puerta de madera de apariencia simple que tan solo tenía una aldaba de bronce.
Llamó tres veces y esperó impacientemente a que le abrieran.
No tardaron en hacerlo.
Un hombre vigoroso y joven al que una canas comenzaban a asomarle por las sienes le recibió cordial -y al que llamó “prior”-, y al sugerirle la visita del extranjero, del que dio todo tipo de detalles, le pidió que esperara unos minutos antes de contestarle; debía de consultarlo y no quería obligarle a subir de nuevo hasta allí arriba.
Le dejó delante de la mesa de la celda con una jarra de broll –lo que colaboró a quitarle el mal humor- y subió con presteza escaleras arriba.

Una figura encapuchada de gran tamaño lo esperaba en una cámara que hacía las veces de pequeño invernadero de plantas medicinales;
-“Prior”-saludó el recién llegado- “tengo noticias”.
El enorme encapuchado siguió regando cuidadosamente unos lirios de caverna famosos por sus capacidades analgésicas mientras el otro “prior” le relataba la historia.
Dejó a un lado la pequeña regadera de latón y suspiró cuando hubo escuchado la totalidad de esta.
-“Hazlo venir”- le dijo con voz firme que no correspondía con un hombre de su edad; tenía el cabello completamente blanco que le caía en largos mechones desgreñados debajo de la capucha y abundantes arrugas en el rostro. Su mirada era franca y triste. –“Mañana, después de la tercera campanada”.
El otro prior asintió, tranquilizado de sus dudas por la seguridad de la respuesta de su interlocutor y le dejó a solas con sus plantas.
“Bueno”-suspiró para si mismo, mientras retomaba su trabajo con nostalgia- “esto tenía que llegar algún día…”

Sonaron las tres campanadas que presagiaban el encuentro.
El gigante encapuchado, apoyado en un viejo bastón de tallos de seta cavernosa, pálida como la luz de la más pequeña de las lunas, acompañó al prior y otros dos cargos del priorato en la entrevista.
Al ver al peregrino, se dio cuenta de que ocultaba algo bajo su apariencia inocente, sus andares eran más propios de un guerrero, fluidos y decididos, sin la expectación de los peregrinos que les visitaban. Su cuerpo era musculoso y, pese a llevar la cabeza tapada por la capucha del manto, su experimentado ojo pudo distinguir unas finas cicatrices en la zona donde en cuello se une a la cabeza, características de un intervención quirúrgica especializada.
A simple vista, el peregrino no iba armado, pero lo que le preocupaba no eran las armas.
Se presentó al llegar a su altura y, aunque durante la visita pareció cortés y devoto, tenía los ojos fijos en él.
Antes de marcharse, dio la mano a cada uno de ellos y, al estrechársela al encapuchado, este sintió una especie de hormigueo en la palma de la mano, como si lo estuvieran pasando por un escáner.
Mientras lo veía alejarse, se planteó si, después de todo, iba a aceptar aquel tipo de traición con serenidad. Temía que la llegada de su siempre sabido destino final diera al traste con todo por lo que llevaba luchando tanto tiempo, tantos años…
En un arranque de lo que era su autentica naturaleza, ya enterrada por los años de serenidad dedicados a la vida contemplativa, pidió a los hermanos que mantuvieran vigilado al tipo y, si hacía algo sospechoso, que lo detuvieran.
El “otro prior” asintió, mandando sin dudar a tal misión a cuatro de los hermanos más vigorosos que tenía.
Aunque fueron discretos y sin ningún tipo de acto violento, el peregrino se dio cuenta de que le seguían al salir del pueblo y, ante esto intentó evadirse de su persecución entre el hayedo.
Pero la suerte no estaba del lado del extranjero y los cuatro miembros del priorato acortaron distancias; el peregrino sacó una pistola láser de entre sus ropajes.
Los hermanos se detuvieron en seco, mientras eran encañonados y exhortados a dejarle seguir su camino…, eran las horas más oscuras, y, poco acostumbrado a caminar en la oscuridad, cayó en el lecho seco de un río al intentar huir de nuevo aprovechando el momento de sorpresa de los hermanos.
Pese a intentar amortiguar la caída rodando sobre sí mismo, no vio una gran raíz que sobresalía de una de las márgenes, con la que se acabó por empalar.
Al oir el chasquido húmedo del empalamiento, sus perseguidores se apresuraron a intentar salvar su vida; era demasiado tarde.
Uno de sus pulmones se había atravesado con la raíz y el otro se le encharcaba rápidamente.
Todo lo que intentaron fue en vano y, lo único que llevaron de vuelta al priorato, fue un cadáver ensangrentado.



Muy lejos de Daksha, en una zona del espacio profundo, en una nave sin insignias de ningún tipo y pintada completamente de negro, una consola comenzó a pitar.
Atraído por el sonido, un servidor encendió dos velas de incienso y, rezando una breve salmodia, pulsó tres runas del panel de control de esta.
Leyó unos instantes antes de pulsar una cuarta runa de la consola para imprimir un largo pergamino.
Cumpliendo la orden de llevar esos papeles a su superior cada vez que la consola pitaba, recorrió a la carrera los pasillos metálicos de la nave hasta llegar a una cámara cerrada por una doble puerta de acero.
Sin necesidad de llamar, la puerta se abrió.
- “Mi Señor Capellán Alocer”-se dirigió a un enorme hombre ataviado con una armadura negra sobre la que colgaba un hábito marfileño. –“Acaba de llegar este comunicado”
Sin mediar palabra, el capellán lo cogió y leyó. El servidor no sabía lo que ponía, pues estaba encriptado, pero el capellán lo dobló con rapidez como si contase algo inoportuno y despidió con un gesto al servidor.
Rápidamente se dirigió al puente, donde se encontraba un astartes de alto rango enfundado en una armadura verde oscuro, que tras un rápido saludo, leyó también el pergamino y dio una orden al astrópata; transmitirlo en código bermellón a la Roca.
- “RPC-3489110 ha muerto.”-comentó el marine de la armadura verde oscuro- “quizás no tenga nada que ver con su misión”
El capellán resopló.
- “Nunca hay que desdeñar por pequeña ninguna sospecha”-replicó mordaz.-“Y demasiadas pistas nos están llevando a Daksha…”
- “ Puede que tengáis razón hermano Capellán”-acordó el de verde-“vos tenéis más experiencia que yo en estos asuntos…”
Hubo un instante de silencio.
-“Enviaré un equipo de investigación a este planeta…”
El capellán sonrió, acariciando de forma distraída una perla negra que llevaba en su rosario….

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15 años 6 meses antes #19149 por Ragnar
Respuesta de Ragnar sobre el tema Ref:Las Guerras de Daksha I
Como inicio me ha gustado, esperaremos las siguientes partes.

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15 años 6 meses antes #19188 por Grimne
Respuesta de Grimne sobre el tema Ref:Las Guerras de Daksha I
Aaaaayyy pobre de Amudiel, no sabe la que se le echa encima. Y eso que él sólo le da a la vida contemplativa, nada de matar gente y saquear como los otros Caídos y eso...

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15 años 6 meses antes #19190 por Kitiara
Respuesta de Kitiara sobre el tema Ref:Las Guerras de Daksha I
No te procupes por el... ya habra alguien que le ayudara...<!-- s:evil: --><img src="{SMILIES_PATH}/icon_evil.gif" alt=":evil:" title="Evil or Very Mad" /><!-- s:evil: -->

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15 años 6 meses antes #19442 por Kitiara
Respuesta de Kitiara sobre el tema Ref:Las Guerras de Daksha I
CAPITULO I


En Siozix, como en el resto de Daksha, se celebraba en aquel día la festividad de San Diógenes.
Era el día que dividía el año en dos mitades, el día en que aumentaba la claridad del planeta; durante la segunda mitad del año, la oscuridad iba haciéndose más tenue, pareciéndose a un anochecer invernal.
El día de más luminosidad, coincidía con el día de la Ascensión del Emperador, único día que superaba a la festividad de San Diógenes, que era justo en el momento en que la luz comenzaba a aumentar, dando inicio al invierno dakshiano, muy diferente al de Terra.
La celebración comenzaba con una devota ceremonia religiosa al aire libre en una gran explanada cerca de la Basílica de San Diógenes, oficiada por el archidiácono de Daksha, durante cinco horas en las que era contada la vida del Santo y sus logros respecto al planeta.
Pero lo que más anhelaban las gentes de Daksha de aquel día, era la mascarada que se celebraba después de la comida comunal que seguía a esa ceremonia;
Por cada rincón de Daksha, la gente se vestía con coloridos trajes, imitando los personajes que aparecían en las leyendas locales y las crónicas del santo (el santo, el prior, el herrero, la sombra, la hermosa mujer…) y máscaras de madera o porcelana o cuero, mientras los niños encendían pequeñas candelas y las adornaban con guirnaldas de flores que depositaban a la puerta de las casas.
Había músicos, danzantes, contadores de historias, actores ambulantes que representaban la vida del santo y sus hazañas, vendedores que ponían sus puestos en las calles o hacían improvisados mercados a las afueras de los pueblos…, tan solo las FDP y los alguaciles de los pueblos deseaban que terminase rápido el festival, pues aquellos días, aumentaba el número de extranjeros en el planeta y tenían que trabajar más aumentando la vigilancia.

En el festival del pueblo de Siozix, Amudiel, vestido con la túnica de fiesta de los miembros del priorato de Siozix, (negra, con un sobretodo gris perla y un par de tiras de cuero trenzadas ciñéndole la cintura), caminaba usando despreocupadamente un bastón de madera tan blanca como sus largos cabellos y la barba corta que le cubría el mentón, entre el gentío.
Algunas personas, cubiertas con sus máscaras y danzando al ritmo de la música de las cuadrillas, lo saludaban de forma efusiva y le invitaban a dulces, cerveza, broll e incluso a bailar y aunque intentaba por todos los medios eludirlo, se veía obligado a hacerlo por compromiso.
Aunque acostumbrado a la presencia de extranjeros, le llamó particularmente la atención una pareja de cierta calidad que bailaba en una de las plazas y que vestían de forma que la ropa de uno complementaba la del otro; mientras que él llevaba túnica corta y calzas de un intenso azul turquesa, y un manto rojo le cubría, haciendo juego con sus botas, ella llevaba un vestido rojo brillante y un manto azul celeste que hacía juego con la punta del calzado que se veía por debajo del vestido. Ella llevaba una máscara la mitad izquierda azul y la derecha roja, él, al revés. Mientras que los cabellos de ella, caían en una cascada de tirabuzones rojos hasta la cintura, los de él estaban cubiertos por la capucha del manto, aunque Amudiel no se hubiese sorprendido si lo hubiese tenido azulado…
Sintiéndose observados por Amudiel, detuvieron levemente su danza e hicieron una reverencia en su dirección, que el caído se apresuró a devolver, un poco turbado por su propia falta de tacto.
Siguiendo su camino, se encontró con uno de sus pacientes, un oficial de las milicias de Daksha, que antes de que pudiera evitarlo, le dio un fuerte abrazo y le colocó en las manos una jarra de broll mientras le llevaba a rastras a conocer a su familia, hablando sin parar, con voz de beodo, sobre lo agradecido que le estaba por salvarle la pierna tras el “accidente” con la pistola reglamentaria estando… “ligeramente” bebido.
Junto al grupo familiar, estaban otras personas que también saludaron efusivamente a Amudiel; un orondo mercader que rivalizaba con el oficial en borrachera, un joven matrimonio local y un alto individuo con una de las máscaras picudas que tanto gustaban a la gente de Daksha; en forma de urraca, de colores blanco y negro, que le miró largamente y se presentó como un devoto peregrino.
Tras veinte agobiantes minutos, se liberó del compromiso y buscó a alguno de sus hermanos a fin de tener algo de tranquilidad.
Encontró un grupo de jóvenes hermanos cuando le llamaron a gritos gesticulando, que estaban viendo un espectáculo en que una domadora de fieras, una exótica mujer de piel olivácea y larguísimo cabellos negros ataviada con la ropa justa, hacía saltar por unos aros de fuegos de colores a dos enormes tigres dientes de sable, mientras, en una esquina del escenario, un hombre vestido con amplios ropajes negros, hacía toda clase de trucos, como tragar fuego, lamer el filo de espadas al rojo o coger hierros candentes con las manos mientras caminaba sobre brasas con los pies desnudos, sin quemarse.
Se quedó un tiempo mirando, hasta que sintió una mano apoyada en el hombro y al girarse, vio al prior Sebastián, que le saludó al par que lanzaba miradas cargadas de reproche a los jóvenes hermanos que observaban extasiados, hasta el punto de casi olvidar cerrar la boca a la domadora, que parecía encantada de sus atenciones y les dedicaba guiños y movimientos sensuales.
-“¡Bueno, bueno! ¡estos, estos…bah!”- comentó mordaz Sebastián – “¡Se emocionan con cualquier cosa!¡cuatro trucos y dos guiños y los han seducido!”
El comentario provocó la hilaridad de Amudiel, que rompió a reír en una carcajada franca y atronadora.
-“¡tú, tú, tú…!¿encima, les apoyas?- el prior aparentaba estar molesto- “¡bueno, bueno…serás igual que ellos!”
Amudiel seguía riéndose de los comentarios cuando se fijó en la dirección de la mirada del hermano.
-“Eh, hermano…”-le dijo, burlón-“¿quieres… que la diga dónde están tus aposentos?”
Sebastián bufó y enrojeció cuando la equilibrista-domadora le guiño un ojo, sentada a horcajadas sobre el lomo de uno de los tigres, lo que provocó una nueva carcajada en Amudiel.
-“¡buf!”-refunfuñó-“¡demos un paseo!”
Sebastián y Amudiel siguieron juntos su periplo tras despedirse de sus hermanos, al par que conversaban sobre las fiestas.
Por camino se cruzaron con más gente, que seguían saludando pero no invitaban a nada por el carácter huraño del prior, que a pesar de todo, estaba feliz con su jarra de Brollskaner, el segundo con más prestigio después del broll del priorato.
Mientras el prior pedía otra ronda en uno de los puestos, Amudiel detuvo su mirada un momento en un titiritero de ropajes amarillos que hacía las delicias de un grupo de niños representando con sus marionetas la lucha de un marine de armadura roja contra un monstruo con forma de lobo, al par que con voz cambiante entre falsetes y guturales, narraba a los niños la historia.
Siguieron su camino de puesto en puesto, y con cada nuevo puesto, el prior Sebastián estaba más “alegre” y menos huraño, hasta que, finalmente, tuvieron que sentarse aprovechando que se habían habilitado unas pequeñas gradas a tal efecto cerca de donde un trovador ya entrado en años pero con voz potente y evocadora, declamaba los versos de un antiguo poeta de Terra llamado, según él, Viktorius d’Graccia, acompañado por la música de un holórgano, tocado por un misterioso encapuchado.
Tocaba la música en el fantasmagórico teclado proyectado por el instrumento apoyado sobre un taburete con pasión y una delicadeza extrema.
Amudiel y un cada vez más ebrio Sebastián, se sentaron en una de las primeras gradas.
Cuando el médico se disponía a amonestar a su prior por el lamentable estado de embriaguez en que se hallaba, un ricamente ataviado caballero se acercó a ellos y pidió educadamente sentarse a su lado.
Era un hombre de mediana edad, alto, de complexión atlética, piel pálida y largo cabello negro ensortijado, vestido con ropas caras, hechas de brocados y terciopelos exquisitos, teñidos de colores fríos, con una expresión noble en el rostro alargado, en el que destacaban unos ojos intensamente azules y, a entender de Amudiel, cargados de misterio.
El desconocido portaba en una mano una máscara de oro y marfil y en la otra, un bastón de paseo. De sus caderas, colgando de un fajín granate, había, en el lado derecho, una ornamentada pistola láser de duelos y en el lado izquierdo un estoque damasquinado.
El médico le invitó cortésmente a sentarse a su lado y le presentó, con cierta reticencia, a su compañero que le saludó muy alegremente e incluso le ofreció una jarra de broll que el caballero, educadamente, aceptó.
La incipiente conversación se vio interrumpida por una nueva pieza que sonaba en aquel instante y con la que el caballero parecía entusiasmado.
-“Sabed, buen señor”-comentó arrobado-“que esta fue una de las mejores piezas de Viktorius d’Graccia, de su quinto trabajo; se dice que incluso llegó a tocarla delante del propio Emperador, loado sea su nombre…”
Sebastián resopló, eructó y soltó una risita y Amudiel, azorado, fijó toda su atención en la pieza;
“He perdido la esperanza,
yace muerta a mis pies.
Somos os pido un deseo:
¡dadme algo en que creer!
Porque tengo el valor
de volver a empezar.
Dadme un poco de fe,
eso me bastará...
Y yo construiré un palacio en el sol
donde renaceré sin sentir su calor.”
Acabada la pieza, el trovador informó de que iba a tomarse un descanso, pero que volvería en breves instantes.
El encapuchado teclista, descendió del pequeño escenario y se dirigió hacia las gradas, donde, tras unos instantes de vacilación, se encaminó resueltamente hacia el trio.
-“¡Muy bien, mi querido amigo, muy bien!”-ensalzó el caballero.
-“¡Oh, no ha sido para tanto, señor!”- adujo el otro con modestia- “hoy no estoy teniendo mi mejor día”.
Amudiel dudó en intervenir en la conversación; la voz blanca del muchacho le resultaba familiar y a medida que la escuchaba más, más la ubicaba… pero no lo creía posible… ¡había pasado tanto tiempo!
Por fin se decidió a intervenir, cuando Sebastián empezaba a tambalearse entre los contertulios, agarrando a este y pidiendo disculpas en su nombre.
El teclista rió y, quitándose la capucha, dejó al descubierto un cráneo pelado anormalmente abultado en la parte posterior.
-“No importa, Hermano Amudiel”-le dijo con voz firme.
-“¿Ismael?”-viéndole el rostro, no quedaba ya duda ninguna en la mente del caído sobre quién era quien estaba ante él; el muchacho psíquico que tuvo que entregar a una orden altruista tiempo atrás. No podía creérselo.- “¿cómo tú aquí?”-preguntó sin apenas acertar a articular palabra.
El chico rió de nuevo y esta vez, el caballero unió su risa a la de él.
-“He venido con mi Maestro y sus colaboradores a disfrutar de la festividad”-respondió en tono de cháchara- “¡No podía dejar de pasarme a veros y presentároslo!”
Amudiel se dio cuenta entonces de que no había oído el nombre del caballero en todo el tiempo que había estado hablando con él y no le dio tiempo a preguntar cuando este ya le tenía cogida la mano y le aclaraba:
-“Disculpad mi torpeza.”-su apretón de manos era firme, seguro, casi doloroso- “Ladislash Abdies, para serviros.”
El caído devolvió el saludo, gratamente sorprendido por el encuentro.

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