Capítulo 3: La Despiadada Cosecha del Dolor

14 años 9 meses antes #34716 por Ragnar
Hola! Ya me he puesto al día, he refrescado los últimos post y ya está todo claro, pero ni se te ocurra plantearte cambiar la forma de escribir, se agradece bastante los relatos largos y con "fundamento", hay mucha piltrafa danzando por ahí...xdd

Y gracias por los relatos maquetados, aunque ya me los había leído, los imprimiré y volverán a caer...jejeje

Un saludo.

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14 años 6 meses antes #40975 por Darth Averno
Hola nuevamente a todos.

Aparezco nuevamente por aquí, después de varios meses sin postear nada. Lo primero, pido disculpas a los lectores del relato, pero me ha resultado imposible continuarlo durante el verano, ya que -afortunadamente- he tenido una cantidad de trabajo que me ha eclipsado todo mi tiempo.

Y después del parón estival, he comenzado otros proyectos simultáneos que están agotando el poco tiempo disponible que tenía... de los cuales os haré partícipes llegado su momento (tensión, tensión...)

Así que, para no volver a desaparecer dejando las cosas a medias (que a fin de cuentas significa cagarla, porque ya ni os acordaréis por donde iban los tiros -o las salvas láser), ha pasado ya casi mes y medio desde que pude continuar escribiendo, durante el cual he estado terminando secciones y puliendo detalles. Eso me permitirá no volver a interrumpir la subida de material hasta la finalización de este Capítulo (Sección XV).

Espero que la espera haya merecido la pena. Y que disfrutéis de las siguientes secciones.

Un saludo.

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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"Nena, que buena que estás... ¿te vienes a... matar humanos?..."

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14 años 6 meses antes #40980 por Darth Averno
Sección VIII: Certeza.

Y entonces los vieron. A los adalides de su destrucción. A los exterminadores de su esperanza. Mientras la desbocada avalancha avanzaba rápidamente hacia la caravana, otros guerreros entraron en escena.

Siendo los últimos en descender de los vehículos. Uno desde cada uno de ellos. Llegando detrás de la iracunda oleada. Avanzando lentamente, haciendo que la lluvia se arremolinara a su alrededor. Diez titanes entre los hombres, embutidos en poderosas servoarmaduras plagadas de pinchos y símbolos caóticos. Poderosas máquinas de destrucción absoluta. Doblando el tamaño del resto de guerreros, tanto amigos como enemigos.

Clamando tras cada paso su nombre. El cual no les resultaba vergonzoso, sino que se había convertido en una auténtica muestra de orgullo desmedido.

Eran diez Adeptus Astartes traidores.

El sargento Barbon aulló la orden de fuego. Los Chimera empezaron a disparar. Multiláseres, bólteres pesados, bólteres de asalto en afustes exteriores y el cañón de asalto del Chimera Azul Uno crearon una devastadora ola de muerte. Haciéndose escuchar por encima del bramido enemigo. Causando decenas de bajas entre el caótico enjambre que avanzaba como poseído por la locura.

Sin dudar, con la gabardina al viento, el sargento Barbon se introdujo en las entrañas de su Chimera. El que había transportado a Gabriel. Su fiel Amarillo Uno.

-¡Corre hacia el Rojo Uno, hijo! –Gritó al sargento herido.

El sargento Barbon vio como Gabriel abría y cerraba la boca, momentáneamente superado por la situación. Finalmente, medio corriendo medio renqueando, y apoyándose en la muchacha, se lanzaba a hacia el Chimera que llevaba el material para Fuerte Victoria. El sargento Barbon lo acompañó unos instantes con la mirada, viendo rayos láser de las pistolas enemigas, todavía débiles, hundiéndose en la tierra y chisporroteando mientras atravesaban la lluvia.

Siendo respondidos por el rugir constante del Rojo Uno, que disparaba con todo su armamento.

Era la mejor posición defensiva, la más retrasada. Gabriel estaría más protegido ahí. El sargento Barbon se giró y avanzó a zancadas hasta que llegó al último asiento lateral de su vehículo, y arrancó el acolchado. Era un lugar donde nadie hubiese buscado jamás. Un pequeño golpe en una muesca hizo que apareciese una delgada asa metálica. La agarró y estiró con determinación.

Un pequeño compartimento se abrió ante sí. El sargento se secó el sudor de su frente con el antebrazo y se inclinó. Una desagradable sensación le reptaba por el estómago. La experiencia estaba chillándole al oído. Sentía que éste combate no iba a salir bien. De todos modos, su mano se cerró sobre el contenido del hueco. Y el contacto con el frío metal le dio cierto consuelo.

-Te necesito, preciosa. –Musitó mientras levantaba el arma, con el oscuro metal refulgiendo al contacto con la luz. Se volvió a agachar y agarró un par de bolsas de munición. Cargó doce proyectiles, uno a uno. Finalmente, con un satisfactorio chasquido, amartilló el arma. –Te necesito para mandar a un puñado de herejes al infierno.

Se acercó al panel de separación de la cabina donde estaban el piloto y copiloto. Golpeó con fuerza para llamar su atención. Y se agarró a un soporte con su mano libre.

Una pequeña plancha metálica se descorrió, dejando tan sólo un enrejado de seguridad entre él y los conductores del blindado.

-Soy Thomas. ¡Renden, necesito un avance en zig-zag contra la infantería ligera! ¡Motor al sesenta por ciento! No cierres la compuerta, quiero que piensen que pueden subir. –El motor del Chimera se aceleró mientras el piloto desactivaba los anclajes y preparaba el blindado para moverse. -¡Barius, fuego continuo con todo armamento al frente! ¡Baja el ángulo para cazar a éstos perros! ¡Quiero que nos busquen los laterales y la parte trasera!

-¡Señor! –Chilló el artillero, mientras se afanaba con los controles remotos para el armamento.

-¡El Emperador está con nosotros hoy! Así que, soldados ¡hagamos que se sienta jodidamente orgulloso! –Gritó el sargento Barbon.

Los hombres rugieron. Y el furioso tanque despertó. Poniéndose bruscamente en movimiento, patinando y se lanzándose hacia la marea enemiga. Haciendo que los disparos láser enemigos rebotaran contra sus gruesas planchas de blindaje inocuamente. Lanzando al cielo de Sartos IV el aceitoso humo negro de la justa ira en furibundas bocanadas desde los escapes. Conformando una estampa de inevitable sentencia de muerte.

Los primeros enemigos sintieron una punzada de temor. Algunos recortaron su zancada. Otros pensaron en desviarse hacia otros objetivos.

Y entonces el blindado comenzó a disparar todo su armamento como una lluvia infernal, creando un pasillo de despojos entre la avalancha enemiga. Haciendo que la sangre manara en nubes carmesí. Muchos soldados traidores se dispersaron sin orden ni concierto para evitar la letal descarga, dejando a los que venían tras ellos a merced del blindado inclemente.

Y antes de que la sangre se posara en el suelo, el Amarillo Uno comenzó a efectuar cambios de dirección erráticos. Suponiendo un terrorífico imprevisto para los desorientados herejes, que veían con estupor como varias toneladas de blindado se cernían sobre ellos. Los hombres, atrapados por sus mismos camaradas, perecían aplastados entre gritos de angustia y crujidos de huesos rotos. Mientras el armamento, apuntando con mortal precisión, desgarraba más y más tropas enemigas.

Pero la velocidad era adecuadamente baja. Aunque las turbas tenían una mente muy lenta, las unidades que podían evitar el mortífero avance del Chimera empezaban a fluir por sus costados. Y se fijaban en el portón trasero, invitadoramente abierto.

Un hereje asió el costado del blindado, y se lanzó a su interior, con un rifle láser en ristre, y un grito en la garganta. Se escuchó una seca explosión, y su cabeza estalló. Su cuerpo decapitado salió disparado a varios metros del suelo. Los siguientes valientes, guiados por la inercia, se encontraron en la oscuridad del interior del Chimera, con sus siluetas recortadas contra el exterior.

Y frente a una escopeta de repetición modificada manejada por un sargento experto.

Las rápidas explosiones se sucedieron. El acceso al blindado escupió una suerte de dantescos retazos humanos.

-¡Señor, las fuerzas enemigas se dirigen hacia los camiones Amarillos Dos y Tres! –Rugió el piloto.

El sargento Barbon, rodilla clavada en tierra, se afanaba en recargar su arma. Cada cartucho era una pequeña obra de arte. El tamaño de la posta era superior al 000 de media imperial. Y la cantidad de pólvora también tenía una compresión mayor. Eso junto a un pequeño recorte del cañón y una bajada del diámetro del mismo la convertían en un arma demoledora en cortas distancias.

Aunque sería considerada herética por cualquier fuerza Imperial, y cada disparo era como un mazazo en su hombro.

-Rumbo a ellos, piloto ¡No permitiremos que estos cabrones lleguen a nuestros civiles! –Dijo el sargento Barbon amartillando nuevamente el arma.

-¡Señor, sí señor!

-¡Y cierre el jodido portón! –Bramó mientras disparaba indiscriminadamente a todo lo que aparecía en su rango de visión. Los hombres chillaban y caían con un espasmódico baile. Mordidos por las postas perdidas, muchos de ellos no estarían heridos de muerte, pero sí inhabilitados para el resto del combate.

-¡Señor, sí señor!

Mientras el interior del tanque se sumía en la oscuridad y las luces de combate anaranjadas se empezaban a encender, el sargento Barbon notó la aceleración a máxima velocidad, y sintió el desgarrador repiqueteo irregular del armamento. El siseo constante del multiláser en la torreta, el continuo redoble del bólter pesado del habitáculo y los secos estampidos del bólter de asalto en el afuste exterior. Tanto el piloto como el artillero estaban haciendo un trabajo excelente. Lástima que no dispusiese de más hombres para poder utilizar rifles láser por las aberturas de disparo.

Se sentía extrañamente tranquilo al notar el arma en sus manos. Pero la sensación de incomodidad todavía le rondaba. El sargento Barbon sabía que no era miedo. Había visto el rostro de la muerte muchas veces. Era, en cambio, la percepción de que estaban irremediablemente condenados. Que estaban hundiéndose inexorablemente, y que no podrían hacer nada para variar su destino.

Se concentró durante un instante, mecido por los sonidos de armamento, pero ajeno a cualquier grito humano. Lo que buscaba estaba justo ahí. Tan sólo tenía que verlo.

-¡Caen como moscas, señor! ¡Cuando se nos acabe la munición, tendremos que atropellarlos a todos! ¡Así aprenderán a respetar a los sartosianos! –Gritó el artillero.

La idea le vino como un relámpago. Y se fue convirtiendo en una certeza. Maldición. Tendría que cerciorarse, aunque sabía que no sería necesario. El sargento Barbon se encaramó hasta la torreta del Chimera, que se abrió con un chasquido. Sacó medio cuerpo al exterior. El viento frío y la lluvia ligera le enfriaron el rostro, perlado de sudor. Se secó rápidamente con la manga de la gabardina.

No le gustó nada lo que vio. Aunque había un auténtico manto de cadáveres enemigos, estaban casi totalmente rodeados por las fuerzas herejes. El Chimera Azul Uno había sido engullido por la marea enemiga, y la Caravana era tan sólo la defensa rugiente que suponía el Chimera Rojo Uno, tras el cual se encontraban unos pocos camiones. El sargento Barbon vio como Gabriel disparaba parapetado tras el tanque, mientras la hermana de batalla estaba a pocos metros de él, luchando salvajemente.

La munición se acabaría en breve. Antes que la marea de enemigos.

Eran tropas de baja preparación, totalmente reemplazables. El sargento Barbon sabía que muchos de ellos lucharían como demonios por temor a la certeza irrevocable de ser ejecutados en caso contrario.

Eso era extraño. Aunque la Caravana se quedase sin munición, las fuerzas enemigas no podrían acabar con los blindados.

Además, los asaltantes no disponían de ningún tipo de armamento anti-tanque. Lo cual les suponía una grave desventaja. Si los vehículos continuaban moviéndose, evitando a los pocos Astartes Traidores que destacaban entre el resto de la marea, podrían neutralizar a casi todos los enemigos.

Astartes Traidores.

Si esos titanes se encontraban entre el enemigo, es porque tenían total seguridad en sus posibilidades de aplastar a la Caravana.

La experiencia le dio un toque de atención. Y todas las piezas encajaron con un chasquido en su mente. Sonriendo amargamente, a sabiendas de lo que se iba a encontrar, el sargento Barbon se giró hacia los camiones que habían trasportado a las tropas enemigas.

El malestar desapareció de su estómago. Todo lo que quedaba ante él era una amarga certeza. No quedaba otro sitio a donde ir. Estaban superados y condenados.

Por lo menos, lucharía junto a sus hermanos. Y moriría con ellos.

Los camiones de transporte enemigo se recortaban contra el alto muro envuelto en malla que los separaba de la ciudad. Habían maniobrado, formando una hilera y enfrentando su lateral al combate. En cada uno de ellos se vislumbraba una única muestra de letal armamento pesado: un lanzamisiles, o un mortero, o incluso un cañón láser.

Detener la caravana era la misión del enemigo. Pero los recursos eran escasos en Sartos IV. Y el tercer enemigo, el cual no era ni Imperial ni Caótico, era cada vez más fuerte. Así que los humanos, de uno u otro bando, tenían que minimizar los daños a materiales tan valiosos como tanques o armamento.

El recurso más común era la infantería de baja preparación.

La caravana se quedaría sin munición. Y aunque se llevaría a cientos de soldados enemigos con ella, el enemigo terminaría asaltando los blindados. Y quizá podría matar al piloto sin dañar a la máquina. Y en caso de que las bajas fuesen excesivas, y los Adeptus Astartes Traidores estuviesen en peligro, cualquier tanque especialmente correoso sería volatilizado de un plumazo.

Un rayo de rifle láser le rozó el brazo izquierdo, pero el sargento Barbon ignoró la punzada de dolor. Como en sueños, todavía asimilando la conclusión, apuntó con la escopeta sobre un hereje que había ascendido por un lateral, y se mantenía precariamente agarrado por encima de la rugiente oruga. Le disparó sobre una mano, la cual desapareció en una nube de sangre. El enemigo gritó, cayó sobre la oruga en movimiento, la cual desgarró su ropa y se hundió en su carne, arrastrándolo violentamente hacia delante. A una muerte segura.

La mirada el sargento Barbon se mantuvo unos segundos sobre el cañón humeante de su arma.

Y luego se levantó, miró hacia la posición del Rojo Uno, y después recorrió el campo de batalla hasta que localizó al Marine Traidor más cercano.

Si estaban condenados, habría que establecer prioridades…

Fin de la sección VIII: Certeza.

¿Estará todo perdido?

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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14 años 5 meses antes #41086 por Sir_Fincor
Se hechaba de menos el relato!!! tendré que hacer un repasón para ponerme en situación pero esto es acción!! ale te sumo un karmilla :woohoo:

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14 años 5 meses antes #41121 por Darth Averno
Sir_Fincor escribió:

Se hechaba de menos el relato!!! tendré que hacer un repasón para ponerme en situación pero esto es acción!! ale te sumo un karmilla :woohoo:


¿Ves? Eso es precisamente lo que no quería, el tener que obligar a la gente a darse "el repasón"... por eso tengo varias secciones en la recámara, para que no hayan más imprevistos...

Gracias como siempre... y las críticas que me has pasado, las tendré en cuenta...

Saludos.

Témeme, pues soy tu Apocalipsis.
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14 años 5 meses antes #41130 por Sidex
esta muy bien esta parte, pero ya se uqe las ciudades estan superpobladas, pero esa cantidad de milicia caotica es demencial, casi intentaria rebentar antes a los marines, por eso de la moral, si tu jefe muere....

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